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Se cumplen 50 años de la llegada del hombre a la luna. Un hito, una hazaña, algo insuperable y toda la plétora de tópicos (bien ciertos) que estos días seguro que habéis escuchado en todas las teles y radios. Pero, ¿sabías que hace ya cuatro siglos el aspecto de la luna era bien conocido, su geografía bautizada y entre algunos de sus accidentes dos llevan el nombre de algunos toledanos? Os cuento el viaje no astral que el conocimiento astronómico hizo desde Oriente hasta Occidente hace más de 1000 años y que permitió que Toledo fuese durante siglos un punto de referencia científico a nivel mundial.

 

                    

MAN MUST MOON (Diseño de Peter Max, 1969, sobre la llegada a la Luna)

Si queremos dar forma a una jerarquía de saberes científicos desde la Antigüedad, el vértice de esa pirámide tendrían que ocuparlo la astronomía y la astrología, indivisibles entonces e imposibles de entender unidas ahora desde un punto de vista científico. Gracias a su estudio otras disciplinas teóricas y ramas matemáticas evolucionaron y se dividieron, se concretaron como disciplinas independientes.

¿Por qué la astronomía y la astrología? Sencillamente porque su estudio partía de una evidente visión práctica que buscaba dar respuesta a muchos problemas materiales relacionados con la vida diaria, con la navegación, con la arquitectura y con la religión. El desarrollo de la astronomía y de la astrología respondía fundamentalmente a dos factores:

– Desde la astronomía, la necesidad de entender nuestra posición dentro del universo, de situar la tierra en algún lugar definido dentro de lo que se entendía como una creación divina, y de explicar los fenómenos naturales que ocurrían.

– La astrología por su parte buscaba explicar las consecuencias que esa posición y los fenómenos naturales tenían en nuestras vidas, cómo el cosmos influía en el carácter, forma física, temperamento y en el destino de los seres humanos.

 

Ambas buscaban explicar la relación inherente entre el universo (Macrocosmos) y la tierra (Microcosmos). Hoy en día a muchos puede sonarnos disparatado, pero no es más que la visión filosófica y religiosa que se tenía del ser humano y de la tierra como una pequeña parte de una enorme creación divina.

 Fundamentalmente durante la Edad Media la astronomía se nutrió de dos tradiciones distintas: la griega, representada de forma significativa -pero no única- por los planteamientos de Ptolomeo, y la oriental, que conjugaba los saberes científicos indios, persas y áraboislámicos. Ptolomeo fue el gran sabio de la tradición helénica, nacido en el siglo II y autor de una obra de referencia durante más de 1000 años, el Almagesto.  En los 13 libros que componían su obra se describían al detalle los movimientos del sol y de la luna, de los planetas, algunas estrellas y varios instrumentos como el astrolabio para estudiar el firmamento, y se aportaban cálculos de la distancia que separaba la tierra del sol y de la luna. Estos cálculos y la obsesión por mejorarlos marcarían la evolución de la astronomía durante los siglos siguientes, condicionados por un error que no se desterraría hasta 1500 años después. Ptolomeo y muchos astrónomos de su época y posteriores partieron de una concepción aristotélica del cosmos que imaginaba una tierra esférica e inmóvil integrada en el centro de un sistema mayor de esferas, siendo la última de ellas compuesta de estrellas, donde tendría fin el universo. Todo perfecto, armónico, tendiendo a la simetría y a la perfección absoluta. No podía ser de otra manera pues era producto de una creación divina.

     

Ilustración del sistema geocéntrico ptolemaico que representa los Cuerpos celestes (Bartolomeu Velho, 1568)

 

La ciencia islámica que llevó a cabo la primera gran revolución científica de nuestra era estaba completamente condicionada por este concepto. Desde Persia a al-Ándalus, esa visión aristotélica y ptolemaica era el punto de partida de muchos científicos que, gracias a sus observaciones y cálculos, sospechaban que aquella visión podía corregirse. Muchos se hacían, desde una fe profunda, la pregunta que todo científico se hacía y se hará siempre. ¿Cómo funciona todo?.

A mediados del siglo IX nuestro paisano Abderramán II apostó por renovar no sólo la ciencia, sino gran parte de la cultura y los hábitos de su corte y de su estado. Había nacido en Toledo, en los palacios andalusíes que se levantaron donde hoy se levanta el convento de Santa Fe, pero gobernó desde Córdoba, principal rival político de una Toledo que aún se resistía a verse desplazada como capital de al-Ándalus. Con él llegó Ziryab y comenzaron a coger forma el flamenco y la dieta española. Bajo su mandato, en Córdoba, Abbás ibn Firnás se valió de la introducción de las teorías astronómicas indias de Sind-Hind sobre el movimiento de las estrellas para construir el primer planetario en Europa y el primer prototipo de «avión» de la historia. Es probable que durante el emirato de Abderramán II se introdujesen también las primeras tablas astronómicas, imprescindibles para calcular con un mínimo de precisión las posiciones del sol y la luna y los planetas en un momento determinado, así como muchos otras corrientes y textos filosóficos, médicos, astronómicos y sobre música.

Manuscrito árabe del Almagestum de Ptolomeo, 1397 (Bodleian Library, Oxford).

 

Hablar de las tablas astronómicas es poner sobre la mesa el nombre de otro toledano, nacido dos siglos después, algo más presente que Abderramán II en la memoria de la ciudad por un instituto y un puente que llevan su nombre, pero en gran parte desconocido. Me refiero a Abu Ishaq Ibrahim ibn Yahya al-Naqqas, conocido por Walad al-Zarqiyal o Azarquiel. La primera referencia que tenemos de él la dejó escrita Said al-Tulaytulí, cadí de la ciudad de Toledo y autor del primer manual de historia de la ciencia, de quien decía que era “el que mejor conoce las esferas celestes y los movimientos de las estrellas [astronomía]. Es el más sabio entre nuestros contemporáneos, en las observaciones astronómicas, la ciencia de las esferas celestes y el cálculo de sus movimientos; el que mejor conoce la ciencia de las tablas astronómicas y la invención de los instrumentos astronómicos». También un buen relojero, quizá el primero de la ciudad, como ya os conté en este otro artículo. Said es otro de los toledanos (en su caso, de adopción) más olvidados. Era un jurista y político y de su criterio dependía a quién y cómo se financiaba, quien merecía ser promocionado científicamente. Said aglutinó a su alrededor y en honor del rey al-Mamún, en un contexto de rivalidad absoluta entre las distintas taifas de al-Ándalus que competían por tener poetas y científicos brillantes, a figuras capitales de la ciencia mundial. A Said y a Azarquiel se les debe atribuir el hito conjunto de haber renovado los cálculos astronómicos, de haber perfeccionado las tablas siguiendo los métodos orientales de la India y ajustando los cálculos, puliendo los errores. En virtud de ellas se formuló la teoría de la trepidación de las estrellas fijas: “el movimiento de acceso y receso, contrario a las teorías ptolemaicas”. El judío Isaac ben Joseph Israelí el joven escribió en 1310: “Said era un sabio, un hombre prestigioso y acomodado. amaba la ciencia y a los que a ella se dedicaban, trataba con ellos, compartía y ofrecía de lo que poseía a sus colaboradores, sustentándolos y dándoles estipendios […] Desde entonces hasta hoy todos los hombres calculan el curso de los planetas para cualquier tiempo […] según los principios que son llamados de Ibn Said y Azarquiel”. En ese siglo XI, Azarquiel y varios científicos de la escuela de otro español olvidado, Maslama al-Mayriti, revolucionaron por completo la astronomía y acercaron un poco más la luna y el conocimiento del cosmos al entendimiento humano. Después de ellos, Europa, Asia y África entendían algo mejor cómo funcionaba el universo que les rodeaba y del que formaban parte.

¿Cómo lo consiguieron? Quienes hayáis estado en algunos museos científicos o en alguno de los pocos españoles que dedican parte de sus espacios a la ciencia andalusí (Museo Arqueológico Nacional, Museo de la Alhambra, etc) seguro que habéis visto referencias, e incluso ejemplos, de instrumentos como la azafea y el astrolabio. Recordemos que este instrumento ya aparecía en el Almagesto de Ptolomeo como un útil fundamental para medir la distancia entre el observador y los planetas, la luna y las estrellas. Pero apenas había evolucionado su fabricación y su conocimiento en 1000 años. Azarquiel, el científico erudito, era también el mejor fabricante de instrumentos de este tipo, un absoluto artesano. Tenía el conocimiento teórico y, a la vez, la posibilidad de fabricar los instrumentos ajustados a las necesidades exactas para realizar sus observaciones. Lo tenía todo para protagonizar una gran revolución científica.

Astrolabios andalusíes (Museo Arqueológico Nacional, Madrid)

 

A mediados del siglo XI Azarquiel construyó, aquí, en Toledo, no en Londres ni en Houston, dos tipos distintos de azafeas y una lámina universal, un instrumento mejorado a partir de los definidos por Ali ben Jalaf. La azafea contenía una proyección de la esfera terrestre y una serie de líneas en sus dos caras que permitían saber por la posición de los planetas la hora del lugar, así como obtener otros datos sobre longitudes planetarias. También la distancia de la tierra a la luna en un momento determinado. Azarquiel perfeccionó una de ellas y escribió sobre su fabricación y su uso en un tratado (en árabe, la lengua durante siglos de aquel Toledo) que gozó de enorme fama dentro y fuera de al-Ándalus. También mejoró otro instrumento, las láminas universales, creando una lámina de doble cara en cuyo anverso reflejó las posiciones de Venus, Marte, Júpiter y Saturno, y en el reverso las de Mercurio, la Luna y el Sol, lo que permitía determinar de forma precisa la posición del planeta seleccionado. ¿Qué significaron estas mejoras? Básicamente, la simplificación de las observaciones astronómicas, lo que permitió conocer la posición de los siete planetas conocidos con una sola lámina, con el consiguiente ahorro de material, peso y tiempo.

Pero de todos los avances científicos de Azarquiel, el más valorado y empleado durante los siglos siguientes fueron las Tablas astronómicas. ¿Qué fueron las tablas astronómicas? Son quizá la principal consecuencia o resultado práctico de las investigaciones teóricas en astronomía, una herramienta utilitaria y funcional. Eran los resultados de observaciones que facilitaban los cálculos necesarios para poder determinar las posiciones de los planetas, del Sol y la Luna con respecto a un punto concreto de la tierra donde si situase quien quisiera medirlo, así como la distancia entre esos astros y las posiciones de las constelaciones. Las más antiguas conocidas fueron las ptolemaicas, que sirvieron -a pesar de sus errores- para los siglos siguientes. Pero las primeras de calidad y que adquirieron complejidad y difusión fueron las islámicas, muy vinculadas también al desarrollo de calendarios. Las Tablas toledanas de Azarquiel son uno de los ejemplos más relevantes. Su fecha de realización se establece a partir de 1061, año en el que comienzan las observaciones y el trabajo conjunto de algunos de los astrónomos más notables de la ciudad reunidos alrededor de Said y de Azarquiel.

Los cálculos presentados en las tablas astronómicas no sólo servían a estudiosos de la astronomía y la astrología que buscaban tanto definir los primeros mapas del cielo como horóscopos y cartas astrales. Eran fundamentales también para el desarrollo de otras ciencias como la navegación, pues permitían situarse en un punto exacto y poder orientarse; para la geografía, definiendo mejor las coordenadas terrestres de un punto a partir de las coordenadas celestes; e incluso para la historia, pues las tablas buscaban también definir las eras históricas ubicando así a los grandes personajes históricos hasta el momento.

Las Tablas de Azarquiel fueron, básicamente, las Tablas toledanas que Alfonso X ordenó mejorar dos siglos después, con unos cálculos mucho más ajustados. Desde Toledo, que durante los siglos XII al XIII era lo que hoy es el meridiano de Greenwich, los astrónomos al servicio de los reyes cristianos se esmeraron en mejorar las tablas de Azarquiel y en poner en circulación por la Europa cristiana todo el conocimiento «impío» que (siendo esencialmente griego y romano) los musulmanes habían mantenido y mejorado durante siglos, ya traducido al latín y a las lenguas romances. Alfonso X reunió a su alrededor un círculo de sabios judíos, musulmanes y cristianos que pudieron, en primer lugar, hacer uso de toda la tradición científica antigua y oriental que había llegado a la península a través de al-Ándalus, y partir de ella para dar paso a una etapa de creación y nuevas aportaciones. Así, lo que muchos europeos consideraban magia por estar en manos de infieles, lentamente comenzó a conocerse por su verdadero nombre: ciencia. En el siglo XIII, este otro rey toledano, Alfonso X, nacido también en los mismos palacios que casi 400 años atrás había nacido Abderramán II, daba un nuevo impulso a la ciencia y a la cultura no sólo castellana, sino también europea.

         Pero seguía quedando mucho por hacer. Ver la luna era una cosa, poder estudiarla con la nitidez que consiguieron los astrónomos posteriores a Galileo gracias al telescopio construido por él era otra, y purgar de errores los cálculos de las tablas toledanas fue un proceso que se extendió hasta comienzos de la Edad Moderna. El supuesto de partida seguía siendo la concepción geocéntrica del universo que se mantuvo hasta que en el paso del siglo XV al XVI todo este sistema científico pero también teológico se vino abajo, con dos protagonistas fundamentales: Cristóbal Colón y Nicolás Copérnico.

Ejemplar del Imago Mundi de Pierre d’Ailly, con anotaciones manuscritas de Cristóbal Colón (Biblioteca Colombina, Sevilla)

 

Lleno de planos, cartas de navegación y astrales impresas y manuscritas y gracias a los cálculos y observaciones renovadas, Colón se embarcó en Huelva hacia lo desconocido. Llevaba también consigo una buena colección de astrolabios y alguna azafea. Colón había leído la Descripción del Mundo de Marco Polo, y probablemente viajase con un ejemplar de esta obra a bordo, pues en sus diarios de la travesía abundan las referencias a los mismos lugares exóticos que refiere el veneciano, y se aprecia una misma convicción en ambos: que la ruta por tierra desde Europa hasta China era muy larga, y que por el mar debería ser mucho más corta. Hoy sabemos que es así, pero con la cartografía y errores geográficos previos a 1492 era sólo una suposición. La idea no era propia de Marco polo sino de Al-Farghani, que la escribió en su tratado Al-Mudkhil (Compendio de astronomía) en el 861. Esta obra no pudo leerse en el mundo cristiano hasta que fue traducida en 1135 al latín por Gerardo de Cremona y Juan de Sevilla, también aquí en Toledo y al servicio de Alfonso X. Que Colón conocía a Al-Farghani seguramente gracias a la traducción latina de Cremona y Sevilla lo confirmaba su hijo Hernando Colón en una carta al rey Fernando publicada en su obra Historia del Almirante Don Cristobal de Colón. En ella contaba que el Almirante seguía las ideas de Alfragan (Al-Farghani) y sus seguidores acerca del tamaño de la tierra, que consideraban menor que otros autores, lo que le permitió arriesgarse sabiendo que la travesía era posible. Colón llevaba también un diario de a bordo y varios libros como el Imago Mundi de Pierre d’Ailly (edición de Lovaina de 1483, hoy en la Biblioteca Colombina de Sevilla), en el que anotó en uno de sus márgenes: “Tabule toletane ponunt verum occidens longe plusquam Ptholomeus super capite S. vicencii”. Las tablas de Azarquiel renovadas por Alfonso X habían servido al navegante genovés para proyectar su travesía hasta el Nuevo Mundo.

Si los cálculos de Azarquiel ayudaron a Colón a viajar hacia el Oeste, también fueron fundamentales para la definitiva revolución científica que se dio en el Renacimiento europeo. En Polonia, casi a la vez, Copérnico daba forma a su gran obra que imprimiría al final de su vida (en 1543, el mismo año de su muerte), en la que presentaba los resultados de toda una vida observando el cielo. Lo hacía ya anciano porque las conclusiones a las que había llegado eran peligrosas e imposibles de creer para él y para cualquier cristiano: la tierra, al contrario de lo que decía la Biblia, giraba alrededor del sol, y este sí que era el verdadero centro del sistema. En su De Revolutionibus Orbium Coelestium planteaba abiertamente el heliocentrismo y confirmaba, junto a Colón, lo que ya muchos suponían: que la tierra era redonda y que no era más que uno de los planetas que giraban alrededor del sol. En el prólogo de su libro detallaba la tradición de astrónomos que habían observado y calculado antes que él, dejando constancia del valor de las tablas toledanas y de los trabajos de Azarquiel.

Prólogo de De Revolutionibus Orbium Coelestium de Copérnico impreso en Núremberg, 1543.

Avanzando ya en el siglo XVI, la idea de que la tierra ocupaba el centro del universo y todo giraba alrededor de ella era imposible de sostener, y los astrónomos se lanzaron a una renovación que cristalizó en la Revolución Científica del siglo XVII y asentó las bases de la Ilustración.

Fue entonces, aceptado el heliocentrismo copernicano, cuando estos dos toledanos, Azarquiel y Alfonso X, fueron reconocidos como dos capítulos fundamentales de la historia de la ciencia, sin importar si uno de ellos era o no musulmán. El jesuita italiano Giovanni Battista Riccioli, gracias al telescopio perfeccionado por Galileo, cartografió la luna de forma exacta y bautizó cada uno de los accidentes lunares. En su cara visible, ahora que tenemos buenas cámaras, puede verse el cráter que bautizó como de Arzachel en honor a Azarquiel, nombre que sigue siendo empleado por la NASA.Ptolemaeus, Alphonsus y Arzachel ocupaban la parte central del mapa de la luna de Riccioli.

Mapa lunar de riccioli en su obra Almagestum Novum, 1651

No lejos de ese cráter otro lleva el nombre de Alfonso X, cuyo impulso en favor de las traducciones de Azarquiel sirvió de base a la revolución científica posterior. Cada vez que miréis a la luna, desde allí os observa la memoria de estos dos toledanos, que llevan allí cientos de años más que los tripulantes del Apolo 11.

Cráteres de «Alphonsus» (Alfonso X) y «Arzachel» (Azarquiel) en la parte central izquierda de la imagen.

 

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