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Ayer, comiendo con unos amigos, comentábamos lo (auto)complaciente que era la exposición en la catedral de Toledo sobre «Cisneros: arquetipo de virtudes y espejo de prelados«. Coincidíamos, eso sí, en lo maravilloso que es ver expuesto uno de los tesoros de la Catedral que normalmente están en el Museo de Tapices, algo alejado (y en cuesta) del centro. Me refiero al Tapiz del Astrolabio, de Azarquiel y de la Astronomía, dependiendo de quién lo nombre y dónde se lea. Un tapiz que quizá nunca vio Enrique Morente, pero al que cantó en uno de los tangos más bonitos que ha dado el flamenco en toda su historia.

 

Para entender a Morente tenemos que viajar hasta Atenas, concretamente al siglo IV antes de Cristo. Aristóteles entendía que el cosmos estaba en movimiento, y que era una evidencia incuestionable. La pregunta que se hacía era de dónde obtenía la energía el cosmos para ese movimiento, cuál era la fuerza o motor original del que la extraía, la primera de todas, la fuente de la que nacía. Ese movimiento lo podía generar sólo una fuerza inmóvil y sin cambio alguno, pues si esta se movía, también necesitaría de otro motor anterior. La explicación sólo podía alcanzarse entendiendo que esa fuerza, ese motor inmóvil, esa fuente que no deja de generar fuerza, era Dios. Y Dios no necesitaba de otro motor ni fuerza alguna para generar el movimiento, porque era el origen de todo. El peso del aristotelismo científico y filosófico fue enorme en la cultura europea e islámica de los siglos siguientes. Esta concepción del mundo y del universo fue aceptada y adoptada durante siglos, especialmente tras ser mejor explicada y mínimamente corregida por Ptolomeo, el célebre astrónomo griego nacido en Egipto. Y perduró hasta que la Revolución científica de los siglos XVI y XVII terminó por desterrarla, gracias a la observación y al empirismo en trabajos como los de Copérnico, Kepler o Galileo.

En esa bisagra que fue el siglo XV, a medio camino entre la visión clásica ptolemaica y aristotélica del universo y el nacimiento de la nueva ciencia moderna, alguien en Francia o Bélgica tejió este tapiz que se conserva en la catedral de Toledo. Lo que hace de él una pieza casi única es que no se conocen precedentes iconográficos dentro del arte de la tapicería anteriores a este paño que representen temas científicos, pues generalmente estos soportes recogían batallas o temas mitológicos. En el ángulo superior izquierdo, barbado y con túnica azul sobre un fondo de rayos, Dios, el motor inmóvil.

 

“Actuando bajo la potencia del primer motor”, como indica el texto junto a esta figura, el mundo comienza a moverse y a girar tras recibir del motor inmóvil la vida, soportando el enorme peso de la creación un Atlante que aparece representado en el centro, en la parte inferior. Un mundo con forma de astrolabio, cuyo centro son los 4 puntos cardinales. En la parte derecha, la Filosofía sentada en su trono y reverenciada por Hiparco, Virgilio y quien aún hoy hace sospechar a muchos que pueda ser Abractus o Azarquiel, el célebre astrónomo toledano de la corte de Al Mamum.

Probablemente San Juan de la Cruz, Juan de Yepes, nunca vio este tapiz, aunque ambos coincidieron en Toledo en el fatídico año de 1577. El tapiz había pertenecido a los marqueses de Priego, y aunque hubiese estado expuesto en alguna plaza pública, difícilmente lo habría visto el místico de Úbeda a su paso por Toledo. Juan de la Cruz venía a Toledo a pasar su noche más oscura y larga, acusado de heterodoxo y perseguido, y a ser encerrado en una celda del convento del Carmen Calzado en la que escribió su «Cantar del Alma que se huelga de conocer a dios por fe».

San Juan de la Cruz por Zurbarán (Museo Archidiocesano de Katowice, Polonia)

          San Juan, aristotélico convencido, reelaboró su propia visión del motor inmóvil descrito por Aristóteles y tejido en el tapiz, pasando el motor a ser una fuente «que mana y corre, aunque es de noche». La noche en el poema de San Juan de la Cruz, como en los muchos cuadros de El Greco -que acababa de llegar en ese mismo año a la ciudad-, lo ocupa todo. El motor, la fuente, es eterna y está escondida. No tiene origen conocido pero todo tiene su origen en ella. La luz, el agua, la vida proceden de aquella fuente. Aunque sea de noche, aunque siempre sea de noche en aquella celda en la que el místico y heterodoxo Juan de Yepes escribió no sólo un poema clásico de la mística española, sino una de las letras más complejas y mejor cantadas de la historia del flamenco.

Enrique Morente grabó en 1998 «Lorca», un discazo que seguía por la senda abierta un par de años atrás con Omega, el trabajo que abrió para él (y tantos otros cantaores y músicos españoles) las puertas a un nuevo público. Ahí se recogían, acompañado por un coro de voces búlgaras, la idea de Aristóteles, la visión del tapiz toledano y las palabras que San Juan de la Cruz escribía hace cinco siglos en Toledo aunque era de noche, aunque era de noche… Aquí lo tenéis también, con la Alhambra de fondo y acompañado de Juan Habichuela (esos Ketama), él mismo como un motor inmóvil, como una fuente inalcanzable, que ha dado vida y movimiento durante años al Flamenco.

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