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Por si alguien no se ha enterado, hoy estamos de fiesta, aniversario, centenario y celebración. Entramos de lleno en el centenario de Alfonso X. Pero también se cumplen casi 800 años de la traducción al castellano de una auténtica joya de la cultura oriental, mediterránea, toledana, española y europea. Todo a la vez, sin complejos. Porque el Libro de las Cruzes es el reflejo de una cultura que, siendo local, era a la vez global. 

Hoy también es Purim, una de las fiestas más alegres del calendario judío, que este año coincide con la finalización de un precioso manuscrito astrológico, quizá el primero escrito es castellano, que refleja a la perfección la cultura local con proyección global de aquel Toledo medieval en el que lo islámico, lo judío y lo cristiano daban forma juntos a brillantes proyectos de renovación científica como la -mal- llamada Escuela de Traductores. Judíos como Yehuda ben Mosé ha-Kohen, a quien debemos las traducciones y ediciones de algunas de las más geniales obras de magia y astrología clásica y medieval, como el Libro de las Cruzes.

 

“Este libro de las cruces, que es muy precioso en los juicios de las estrellas, trasladado (traducido) por mandamiento del muy noble rey don Alfonso y Huda su alfaquí, a su merced, hijo de Mosé Alchoen. Y fue su compañero en esta translación Maese Juan D’Aspa, clérigo de este mismo señor. Y fue acabado en 26 días de febrero en el VII año que este señor reinó, en era de César, mil y doscientos y LXXXXVII y la de los alárabes 657 en el segundo día de rabe primero”

El Libro de las Cruzes es el primer libro de astrología escrito en castellano. Su nombre proviene de las cruces que se forman en el centro de la representación de los círculos astrales, dividiéndolo en seis sectores separados por seis radios, correspondientes a los horóscopos. Es una de las joyas de la Biblioteca Nacional, escrito en pergamino en letra gótica francesa, con todas las letras capitales iniciales en rojo y azul, algunas de ellas decoradas. Algunas filigranas que los rodean en verde, morado y azul forman caras humanas.

Durante el medievo la astronomía se nutrió de dos tradiciones: la griega, representada fundamentalmente por la obra de Ptolomeo, y la oriental que remontaba sus orígenes a la cosmovisión hindú. A partir del siglo IX ambas confluyen en un punto clave: la revolución científica global que supuso el islam. ¿Y dónde podemos encontrar el puente que da paso de un mundo a otro, de una fase a otra? Aquí, en Toledo.

 

 

En esa difusión del saber clásico a través de textos árabes tuvo un papel de máxima importancia esta ciudad y su famoso centro de traductores, que desde el siglo XII comenzó su labor de traducción de textos árabes y hebreos al latín. Primero algunos arzobispos toledanos ya desde finales del siglo XII y luego Alfonso X se rodearon de un grupo de sabios de muy diferentes procedencias, incorporando a su equipo cristianos (locales y europeos), musulmanes y judíos, entre los cuales destacaron especialmente estos últimos, los judíos. Sus astrónomos pudieron, en primer lugar, hacer uso de toda la tradición científica antigua y oriental que había llegado a la Península a través de los textos árabes de al-Ándalus, y partir de ella dar paso a una etapa de creación y nuevas aportaciones. Porque el mal llamado tiempo de la Escuela de Traductores reduce, limita y minusvalora lo que realmente fue un periodo de enorme originalidad científica, de avances, y no sólo de traducciones.

Apenas sabemos nada del autor original del Libro de las Cruzes, Oveydalla, Ubayd Allah b. Jalaf al-Istiyi, ni de quien fue el propietario del manuscrito original árabe a partir del cual se haría esta traducción. Said al-Andalusi al-Tulaitili cita en sus Tabaqat al también toledano Abu Marwan Abd Allah b. Jalaf al.Istiyi, que según Millás Villacrosa habría (re)elaborado el texto, aunque no consigue confirmar si fue o no el autor original.

En aquel Toledo heredero de Tulaytula de finales del siglo XII se reunieron hombres de distinta procedencia que acudían a glosar, anotar, corregir, copiar y “trasladar” todo el saber científico, religioso y mágico heredado de al-Ándalus. Junto a ellos, apenas sabemos el nombre de un musulmán toledano, y sí el de varios colaboradores judíos y cristianos mozárabes, perfectos conocedores de la lengua árabe. La dinámica de trabajo era siempre la misma: los judíos y mozárabes toledanos traducían de viva voz el original árabe al castellano, mientras que los cristianos europeos -conocedores del romance castellano a su vez- lo copiaban en latín. Una vez copiado, esos manuscritos comenzaban a circular por Europa, multiplicándose sus copias. Así fue en una primera fase, aunque ya entrado el siglo XIII el rey Alfonso X impulsó un programa de traducciones al castellano pensando más en él, en su corte y en la circulación inmediata de estos saberes por su reino, y no tanto en Europa. A esta segunda etapa pertenece el Libro de las Cruzes.

 

 

A mediados del siglo XIII el rey ordenó las traducciones más interesantes desde un punto de vista mágico, aunque no sólo. Todas ellas de procedencia árabe y/o andalusí. El Lapidario, el Libro de las Estrellas Fijas, el tratado de la Azafea de Azarquiel o el célebre Picatrix se tradujeron entre 1250 y 1259, junto al Corán y al propio Libro de las Cruzes. En todos ellos un nombre asoma por encima de los demás: Yehudá ben Mosé, judío toledano que tradujo para el rey del árabe al castellano  todos estos libros.

Yehuda ben Mosé ha-Kohen es el más y mejor conocido de los colaboradores científicos alfonsíes, y no sólo un traductor, pues sus conocimientos científicos y lingüísticos eran mucho más amplios. Era médico, además de un experto en astronomía y conocedor del árabe y del latín, del romance y el hebreo. Su actividad científica en Toledo está demostrada desde 1225, fecha de la traducción latina de la Azafea, y por tanto muy anterior a la etapa de traducciones promovidas por Alfonso X. Pero su madurez coincide de pleno con esta segunda fase promovida por el Rey Astrólogo o Rey Sabio, junto a quien colaboró desde 1243 a 1276. A él se debe la traducción de todos los saberes astronómicos y astrológicos árabes y orientales, y por tanto, la puesta en circulación de todos ellos por Europa.

Hoy puede sorprender ese interés por la astrología, cuando apenas nadie defiende ya su influjo en los seres humanos ni defiende su validez como ciencia. Pero en el siglo XIII la delgada línea roja entre magia, ciencia y fe, entre lo racional y lo irracional, apenas era visible y se traspasaba constantemente. Alfonso X no sólo creía, sino que defendía la astrología como un saber beneficioso tanto a nivel personal como colectivo, para él y para su reino. Por eso encargaba de forma personal traducciones como esta o como el Picatrix, convencido de que la fabricación de amuletos y sortilegios varios formaba también parte del buen gobierno. Astrología y astronomía convivían en la visión científica de Alfonso X y estaban a la cabeza de la jerarquía de saberes medievales. Su estudio prioritario tenía una evidente visión práctica que buscaba resolver problemas materiales relacionados con la vida diaria, con la navegación o la arquitectura, con el comercio y la guerra. El desarrollo de la astrología en los años de Alfonso X y Yehuda be Mosé responde a un interés que todo el mundo compartía: las consecuencias que nuestra situación en el cosmos y los movimientos celestes (estudiados por la astronomía) tienen en nuestras vidas. El Libro de las Cruzes sería un manual de consulta de todo ello, un libro manejable en su formato y fácilmente portable al que recurrir para saber de los astros qué día emprender un viaje, si sería o no próspera una campaña militar o el destino de una alianza.

 

 

Las bibliotecas por las que ha pasado hasta formar parte de los fondos de la Biblioteca Nacional, y quienes lo han tenido en sus manos, dan un valor especial a la obra.

El principal ex libris aparece en la primera hoja “D. Gaspar de Haro y Guzmán”, marqués de Eliche y del Carpio y uno de los mayores coleccionistas de arte y bibliófilos de la historia de España, además de amigo y patrón de Velázquez, Calderón, Antonio de Solís y la flor y  nata de la cultura del Siglo de Oro español. Como tantos otros libros de su colección, este lo había heredado de la biblioteca de su tío, el Conde-Duque de Olivares, a quien antes perteneció el manuscrito.

Sabemos que el joven marqués de Eliche lo tenía ya en 1659 cuando el diplomático francés Francisco Bertaut visitó su librería, y entre todos los códices que contenía resaltó uno “que trata de Astrología y de la piedra filosofal que se llama de las Cruces, que dicen no encontrarse en ninguna parte; y leí bien su título que escribí sobre mis apuntes y dice: este libro de las Cruces, precioso, es el juicio de las estrellas, por mandado del rey Alfonso trasladó todo su alfaquí a su merced Mollo Alchoena”. Sin duda, a pesar de la mala transcripción, se refería al Libro de las Cruzes, que el marqués enseñaba a quienes visitaban su biblioteca, en una visita que incluiría también su enorme colección pictórica en la que ya por entonces contaba con la Venus del Espejo, de la que fue su primer propietario, y sus muchos bocetos y dibujos. Don Gaspar murió en Nápoles en 1687 cuando cumplía su cuarto año como virrey de la capital del mezzogiorno spagnolo, y su colección de arte y de libros rápidamente fue puesta a la veznta para sufragar las cuantiosas deudas que había dejado. El Libro de las Cruzes fue vendido en 1701 al bibliotecario real Juan de Ferreras que, en 1721, vendió su colección a Felipe V para finalmente ser incorporada a los fondos de aquella que fue el germen de la actual Biblioteca Nacional, donde hoy se encuentra.

 

 

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