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Me preguntan mucho algunos clientes en las visitas guiadas por Toledo que por qué hice una tesis. Que no me hubiese hecho falta, que qué aburrimiento tantos años con lo mismo, que si «yo no podría», que si «a mí me hubiera encantado», etc. Hay opiniones de todo. Unas veces respondo que por curiosidad, otras que por indecisión de futuro (terminar una carrera sin una clara perspectiva laboral), y siempre que porque tuve grandes maestros. Mi director el primero, Fernando Bouza, que hacía de las clases de Ciencia y Técnica en la Edad Moderna un ratito semanal para el asombro más absoluto. Había otras «historias» no políticas, no agrarias, no militares, y para mí -que acababa de llegar de la facultad de Ciudad Real con una visión menos amplia del oficio- esas otras historias sirvieron para que volviera a ilusionarme por una carrera que, entonces, pensaba que había hecho mal en elegir. Pero también otros como don José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, que acaba de fallecer, y varios de sus discípulos como Carlos Gómez-Centurión, Rafael Valladares, Bernardo García o Carmen Sanz Ayán, culpables también con sus clases de que en su momento decidiera dedicarme a la investigación.

                  Tuve la suerte de asistir a dos asignaturas con él, justo el último año en el que impartía docencia, acariciando ya una merecidísima jubilación. Y esa fue la suerte que tuvimos quienes asistíamos a sus clases aquel curso en el año 2009: que si siempre había sido un verso libre, aquel año estaba ya de vuelta de todo. Una alumna suya, filóloga y hoy catedrática de la que aprendí gran parte de lo (poco) que sé sobre libro antiguo, me dijo que en los años 80 sus alumnos le conocían como «Las Dos Españas», pues era hijo de un matrimonio imposible que se hizo posible: los hijos del presidente republicano José Niceto Alcalá-Zamora y del militar colaborador del golpe de estado franquista Gonzalo Queipo de Llano.

                  Recuerdo perfectamente la primera clase de Historia de la Monarquía Hispánica. Un tipo altísimo, exquisitamente vestido con un traje gris de cuadros, andando con dificultad pero siempre erguido, ya sin voz apenas. Dedicó aquella primera clase a presentar la asignatura pero sobre todo a presentarse él, con un discurso a medio camino entre lo cómico y lo soberbio. Ni entonces ni nunca supe bien cuándo hablaba de broma y cuándo en serio. Nos habló de los miles de kilómetros corridos en no-sé-cuántos maratones, algunos de ellos embarcado en el Atlántico sin salir de la cubierta de un navío, combinando fatiga con mareos. Se quería y no dudaba en reconocerlo en clase: fueron muchas las veces en las que, refiriéndose a un triunfador, decía acto seguido: «como yo». Nos habló de sus colecciones históricas, de su pasión por el tiro olímpico, de sus filias y fobias políticas sin tapujos. Pusilánimes los unos, llenos de telarañas en el cerebro los otros. Siempre que intento recordar cuál era el apelativo para la derecha y cuál el de la izquierda, nunca lo recuerdo, porque jamás dudaba en sacudir un zarpazo verbal a quien fuese, sin piedad ni mesura. Qué manía le tenía a Gallardón por no haber respetado o querido excavar (sinceramente, no recuerdo bien el argumento) ni lo que pudiese quedar del antiguo Coliseo del Buen Retiro o lo que pudiera haber sin excavar del alcázar de los Austrias bajo el actual palacio real. Y a la Segunda República, y a tal y a cual. Aquel último año se deshizo en reproches y críticas, con un hilo de voz que hacía aún más difícil saber si estaba de burlas o de veras.

                  Porque Alcalá-Zamora, «Pepe» para quienes lo conocían y trataron personalmente (no fue ese mi caso, en absoluto), era sobre todo Barroco, era una línea constante de claroscuros verbales, de comedia y de drama calderoniano. He escuchado todo lo bueno y mucho de lo malo que se puede decir de alguien como él, y no quiero marcar distancia ni parecer frívolo diciendo que no le conocí como para juzgarlo. Hablo del profesor que tuve, sin duda uno de los más apasionados historiadores, de los de oficio, que jamás he conocido.

                  La segunda asignatura que impartió fue Historia Social y Fuentes Literarias. O eso decía el programa. También en la primera clase, tras repetir parte de la presentación que algunos ya habíamos escuchado otro día en la primera asignatura, el catedrático y académico no se anduvo con titubeos y nos dijo en qué iba a consistir el curso: en leer en público y teatralizando los entremeses de Cervantes, en pensar en los sonetos de Góngora leídos y debatidos entre todos, en el Tuzaní de la Alpujarra, en Bras y don Garcí del Castañar, en doña Mencía y su injusta muerte, en el amor, la modernidad y la injusta «derrota» de Calderón frente a Lope, en el lastre que arrastrábamos -decía- desde que Menéndez Pelayo sepultase a Calderón al señalarlo como paradigma del conservadurismo español. Siempre digo que aquel curso no lo impartió el José Alcalá-Zamora historiador, sino el poeta. El desequilibrio entre el rigor que exigía en la primera asignatura, pura historia política, y la pasión que nos pedía en la segunda, era enorme. Quería jubilarse dejando un legado de amantes del teatro clásico y, especialmente, de Calderón de la Barca. Nos recitaba sus versos, nos obligaba a recitarlos, nos corregía los tiempos, la entonación, el volumen y hasta el exceso de vergüenza. «¡Más lírico, Vidales!». Nos obligaba a sentir la poesía y a amar el teatro, y por ello una gran parte de los matriculados abandonaron el aula el primer día cuando les dio a elegir: o esto, o venís el último día a hacer un examen a partir de la bibliografía que había seleccionado. No saben lo que se perdieron. De los que nos quedamos, muchos siguen haciendo carrera académica. De los que se fueron, no recuerdo haberme cruzado con alguno después de aquel día en una sola biblioteca o archivo. Sus clases de esta asignatura buscaban lo pasional, el amor por el Barroco y por lo Barroco, por su poesía y teatro como conector emocional básico entre el pasado y el presente. Por eso nos animaba a ir a por la matrícula de honor con «méritos»: exposiciones, obras de teatro, presentaciones de libros y cualquier acto relacionado con la cultura del Barroco que se celebrase en España, volviendo a clase y contando a los demás qué nos había parecido.

                  Un curso divertidísimo que sin duda consiguió el efecto que buscaba, pues reconozco que desde entonces no ha habido un año que no haya ido al menos a una representación de teatro clásico. Ya no leo a Calderón entonando y dramatizando como en aquellas clases, pero no hay una sola vez que no pase por la Capilla de los Reyes Nuevos de la Catedral de Toledo donde Calderón fue capellán al final de su vida, y no me acuerde del poeta y maestro de maestros, que tanto valen estas palabras para don Pedro como para don José.

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