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                  Dice Fernando Martínez Gil en su libro La invención de Toledo. Imágenes históricas de una identidad urbana que «detrás de un nombre existe una riqueza de posibilidades para las especulaciones de la imaginación, un misterio, un significado oculto que, generación tras generación, los toledanos han tratado de desvelar en un esfuerzo continuado por desentrañar sus propios orígenes». Lo dice en relación al vocablo «Toledo», a su siempre discutida procedencia y significado, pero nos vale igualmente para el Tajo. Los orígenes de Toledo, de su nombre y su fundación, siempre se han entremezclado con relatos mitológicos tan fantásticos como fantasiosos. Y siempre, desde las primeras menciones escritas que tenemos de la ciudad, los rasgos que han definido Toledo han servido para reafirmar esa imagen de ciudad bien fortificada, estratégicamente situada en el centro de la península y arropada, abrazada, envuelta (y mil sinónimos más) por el río Tajo. La historia y la leyenda de Toledo no se entienden sin el Tajo, aunque desde el siglo pasado los toledanos le hayamos dado la espalda permitiendo un trasvase y una contaminación que ha llevado al río más largo de la península a la vergonzosa situación en la que se encuentra.

                  Todo esto viene porque hace unas semanas coincidió una noticia con un hallazgo de archivo que me gustaría compartir con quienes leen el blog. Después de años de luchas, el Tribunal Supremo paralizaba el Plan Hidrológico del Tajo, algo que en Toledo hemos celebrado como una victoria sin que, por el momento, suponga nada más que una buena noticia. Mucho recelo y mucho desengaño nos llevan a seguir sospechando que, con tantas elecciones a la vista, la noticia pueda quedarse finalmente en eso, papel mojado. Otra vez.

 

EL RÍO TAJO Y LOS ORÍGENES DE TOLEDO

                  Algunas de las leyendas que acompañan la fundación de Toledo nos hablan de un río Tajo que cuesta imaginar a quienes nacimos en el siglo XX. Limpio, caudaloso, fértil a su paso por Toledo, abundante en todo tipo de especies animales y vegetales…y en oro. La cuenca central del Tajo, con algunos de sus afluentes castellano-manchegos, extremeños y portugueses, era célebre en las crónicas de geógrafos latinos (e incluso en las referencias de geógrafos griegos) por el oro contenido en sus aluviones arenosos. Tendremos que suponer que ya entonces, dos milenios atrás, el paisaje de las riberas del Tajo podría parecerse al de Las Médulas o el Río Turienzo, donde la huella de las explotaciones mineras ha podido ser estudiada y conservada a nivel arqueológico. Pero lo cierto es que no tenemos un sólo dato ni yacimiento que nos haga pensar que en el río Tajo pudieron existir yacimientos explotables de oro. Nos queda sólo creer, con un pie en la historia y otro en la leyenda, que hubo oro y ya no hay, quizá, porque fue extraído hasta su agotamiento. El río Tajo o río del oro, aurifer Tagus, como Catulo, Ovidio, Estrabón, Plinio, Séneca, Marcial, Juvenal, Pomponio Mela (que afirmaba que no sólo oro, sino también piedras preciosas podían encontrarse en el Tajo) y tantos otros definieron, tuvo que ver agotadas pronto sus reservas, aunque sin duda durante décadas o siglos atrajo el interés (y la codicia)  de Roma.

 

 

                  ¿Cuándo alguien, en estos tiempos de identidades cuestionadas y ajustes de cuentas tardíos, va a exigir lo mucho que nos robaron los romanos hasta conseguir que Sergio Mattarella extienda un cheque en blanco que nos saque de la crisis? Así podríamos pagar lo que dice que le debemos al bueno de López Obrador, orgulloso mexicano -de abuelos cántabros-, que pide a un rey Borbón disculpas por la política de unos antepasados que nunca lo fueron.

 

Dejando atrás la broma, que quizá alguien no entienda -o no quiera entender-, lo cierto es que aquella idea de un río no sólo fértil, sino cargado de oro, perduró muchos más siglos de lo que a todas luces parece que existieron las reservas auríferas del río Tajo. Sin duda por su condición de ávidos lectores de los Clásicos griegos y latinos, muchos viajeros y visitantes que se acercaron siglos atrás hasta Toledo creían ver en las orillas del río y en el color de sus aguas el tan preciado metal. Pero también muchos otros que no habían pisado jamás por Toledo ni por Castilla, y se encontraban en plena expansión comercial a finales del siglo XVII. Me refiero a la Inglaterra de Carlos II, a la de las Compañías de Indias y las flotas que, ya entonces, comenzaban a asentar las bases económicas de la Inglaterra colonial y victoriana.

                  Buenos conocedores de la tradición Clásica y los textos de autores griegos y latinos, a mediados del siglo XVII un grupo de jóvenes científicos se agruparon en el conocido como The Invisible College, dirigidos por alguien que estaba llamado a renovar la física moderna, Robert Boyle. Interesados fundamentalmente en aspectos de filosofía natural, un campo de investigación que iba de la física a la botánica pasando por la zoología y varias otras disciplinas, aquellos colegiales invisibles fueron el germen de la Royal Society of London, constituida como uno de los principales centros de investigación teórica y práctica a nivel mundial desde su fundación en 1663. En sus estatutos se recoge como propósito fundamental el establecer reuniones semanales para discutir aspectos científicos y llevar a cabo experimentos, como es innegable que hicieron cuando uno hojea y ojea las actas que de forma impecable se conservan en su archivo.

 

    Pero también es innegable que la Royal Society servía no sólo a los intereses científicos del grupo que formaba esta institución, sino también a los políticos y económicos de una potencia en expansión como era la Inglaterra de finales del siglo XVII. Hasta su sede llegaban semanalmente cartas con semillas y plantas desconocidas en Europa, procedentes de las conquistas y asentamientos que la Marina y las Compañías de Indias inglesas llevaban a cabo en Jamaica, el estrecho de Ormuz o las islas del Pacífico. Cajas de libros impresos y manuscritos, huesos y colmillos de animales exóticos, muestras de agua, etc., para ser analizadas, estudiadas, debatidas y empleadas en cultivos, medicamentos y jardines ingleses. La Royal Society se constituyó como una potente institución al servicio de la expansión británica, y sus miembros o fellows en algunos de los primeros que tuvieron noticia de las incontables maravillas naturales asiáticas y americanas.

                  Es fácil entender que una institución así tuviera intereses en cualquier territorio inalcanzable para los barcos ingleses, como lo eran las colonias portuguesas y españolas en el Índico y el Pacífico.  Y el final de la Restauración portuguesa les brindó la oportunidad de ejercer de árbitros entre las Cortes de Lisboa y de Madrid. En 1668 Portugal se desgajaba de la Monarquía Hispánica, a la que había pertenecido desde 1580, e Inglaterra no dejó de sacar partido a aquella situación como mediadora entre ambas coronas. En la recta final de las negociaciones entre castellanos y portugueses, varios diplomáticos fueron enviados desde Londres para conseguir una paz definitiva entre ambas coronas enfrentadas, garantizando además para la corona inglesa una situación ventajosa a nivel político y comercial. Gran parte de aquellos emisarios, formados en los Colegios y universidades más prestigiosos de Inglaterra e Irlanda, conocedores de la historia y la política europea, viajeros, coleccionistas, políglotas y vinculados a la alta cultura inglesa, eran también fellows de la Royal Society. Y esta institución también se valió de ellos para que no dejasen pasar los muchos tiempos muertos de la negociación diplomática.

                  Cuesta imaginar hoy, con la parcelación disciplinar que se da en el mundo académico y en el ámbito de la investigación, que los padrinos de Newton sintiesen esa curiosidad universal sin la cual nunca se entendería el Barroco y el siglo de la razón, pero así era. A cada uno de los fellows que enviaron desde Londres a Madrid y a Lisboa se les remitió un «memoriall» para que adquiriesen libros de historia y de geografía, traducciones italianas de literatura de viajes, epígrafes y cuadros procedentes de galerías de arte privadas. Se les animaba a viajar por la península interesándose por la geografía, por la medicina y la botánica natural, por las recetas más populares que hoy consideraríamos pura superstición u homeopatía, pero entonces fueron remitidas hasta Londres, funcionasen o no, para ser probadas.

En definitiva, la Royal Society pedía a la delegación diplomática inglesa que no pasase el tiempo sin informar del ambiente científico en Madrid y Lisboa, sin participar de los debates astronómicos, históricos y físicos a los que pudieran acceder y sin facilitar a la institución inglesa todos aquellos libros, frutos, semillas, datos de observaciones astronómicas y de técnicas de cultivo de los que pudiesen tener noticia, tanto de la península ibérica como procedentes del comercio transatlántico de las colonias americanas. Y que no descuidase el oro del río Tajo, que una cosa es ser el físico más reputado de Europa, y otra tan necio de no buscar aquellas pepitas que los geógrafos griegos y latinos habían confirmado que existían. En las peticiones que entregaron a todos los fellows se incluía un punto idéntico para los 5 integrantes de la comitiva: enterarse y confirmar qué partes del río Tajo de las que discurren por Portugal y por Castilla contiene las famosas pepitas de oro descritas y alabadas por Catulo, Estrabón, Plinio y Pomponio Mela, y en qué cantidad podrían extraerse. Quienes en 1668, como Boyle o Newton, trabajaban en sus experimentos sobre el aire o lo que luego vino a llamarse Ley de la gravitación universal, tenían a la vez sus ojos puestos en el curso del río Tajo esperando confirmar el conocimiento adquirido de los geógrafos griegos y latinos.

                  Me ha parecido interesante presentaros esta pequeña documentación aprovechando la coincidencia del hallazgo de estos papeles con la feliz noticia de la paralización del Trasvase pues, sin querer, lo primero que me vino a la cabeza cuando la leía no era el oro, sino los mitos sobre los que se ha ido construyendo la identidad de Toledo. Identidad que, como todas, siempre está sujeta a nuevas resignificaciones, a abrazar nuevos mitos a la vez que destierra otros. Y también leía estos informes y cartas con mucha envidia, comprobando cómo ya en 1660 Inglaterra consiguió dotar a sus científicos de una institución destinada a la investigación «total», desde todos los ámbitos y sin marginar las Humanidades como parte fundamental del conocimiento y del saber.

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