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«Aunque mucho son parleras, de sus secretos muy bien son calladas».  (…) “La mujer es murmurante e detractora, regla general le es de ello (…) el callar le es muerte muy áspera”. La frase no es reciente, aunque ya tampoco nos sorprendería leerla como parte de una conversación robada con cámara oculta a algún representante político actual. El machismo, entonces, como recurso editorial para la venta de libros y la fama, hoy como acicate para el voto y los espacios en prensa, radio y televisión. Su autor fue Alfonso Martínez de Toledo, nació en esta ciudad en 1398 y su obra El Corbacho forma parte de la historia de la literatura medieval española, en gran medida, por su sólida misoginia.  Obra que hay enmarcar en lo que se conoció durante parte de la Alta Edad Media como La Querella de las Mujeres, el encendido debate que tuvo lugar en Europa a lo largo de varios siglos, en el que se cuestiona la dignidad de las mujeres y su capacidad intelectual y política.

            Hacia finales del siglo XV estos argumentos misóginos, junto a los textos que buscaban oponerse a ellos, formaron parte de un debate que dio forma a mil maneras de definir el «talento femenino», la capacidad de entender o inteligencia según lo define hoy la Real Academia Española. Una capacidad que no quería ser reconocida por una plétora de teólogos, filósofos, juristas y médicos que insistían en la inferioridad intelectual y natural de las mujeres. Cualquiera pensaría hoy, con esa visión oscurantista que existe sobre el mundo medieval, que el Renacimiento y el siglo XVI vinieron a mejorarlo todo, pero lo cierto es que fue entonces cuando muchos humanistas y reformadores mostraron un interés por canalizar los intereses intelectuales de las mujeres, por dirigirlos. Unos cambios nada favorables a las mujeres, cuando la diferencia sexual (femenina en particular) fue tomando forma a lo largo del XVI. Teólogos como el franciscano Martín de Castañega que escribía a mediados ya del XVI en su Tratado de las supersticiones y hechicerías que «las mujeres tienen más curiosidad natural por lo diabólico y oculto, porque al carecer de la fuerza física de los hombres, tienden a confiar en los poderes diabólicos para poder alcanzar sus objetivos y venganzas». En ese contexto se enmarca la historia que os quiero contar en este artículo.

            Se llamaba Lucrecia de León y sus días terminaron en Toledo tras ser manipulada, acallada, juzgada, sentenciada y castigada por formar parte de un debate político que entonces, en la España del siglo XVI, era sólo cosa de hombres.

 

La adoración del cordero Místico (Jan Van Eyck, 1432). Eva, en el ángulo superior derecho.

 

            Lucrecia había nacido en Madrid en 1568, un par de décadas después de la publicación del libro de Castañega, y vivía en los alrededores de la actual plaza de Tirso de Molina. Era hija de Alonso Franco, un hombre acomodado que trabajaba como solicitador y agente legal. Era guapa y frágil, tenía pelo castaño claro, ojos oscuros y tez pálida, todo lo que dictaban los cánones de belleza de la época. Como la Eva que Van Eyck pintó en uno de los cuadros más robados de la historia a la que, según la madre de Lucrecia, se parecía su hija.

Lucrecia leía y escribía, había sido alfabetizada y desde niña estuvo atenta al debate político que le rodeaba. Rara avis en aquella España que casaba a sus jóvenes en plena pubertad, Lucrecia seguía soltera a los 21 años, aunque su padre lo había intentado en muchas ocasiones, valiéndose de la belleza de su hija para concertar un matrimonio con algún heredero rico del barrio que mejorase la condición de la familia.

            Lucrecia soñaba desde niña con mundos a los que viajaba de la mano del «hombre ordinario» y de gente desconocida, sin rostro ni nombre, que le mostraban lo injusto que estaba siendo con ella su padre. Soñaba que su padre era incapaz de conseguir para ella un matrimonio digno, incapaz de encontrar un marido que valiese lo mismo que ella sabía que valía. Lucrecia se negaba a aceptar un futuro que dependiese de la decisión de su padre, que castigaba a su hija por soñar, la amenazaba de muerte si los sueños persistían y decía que esto sólo le llevaría al Santo Oficio y terminaría desacreditándole a él y a toda la familia.

 

El sueño de San Francisco (Giotto, c. 1299)

 

            La familia de Lucrecia muchas veces se reunía para discutir la naturaleza de los sueños de su hija. Cansados y asustados, consultaron a varios clérigos y teólogos, esperando una respuesta que les ayudase a entender la persistencia de los sueños. Y así, sin quererlo, los sueños de Lucrecia comenzaron a extenderse de boca en boca fuera de Madrid, llegando a oídos de un clérigo toledano.

            Los Mendoza se encontraban entre los partidarios más leales de Antonio Pérez, el secretario de Felipe II que había traicionado a su rey y huido de Madrid. Toda la familia había sido marginada de la primera línea política tras aquella traición. Alonso de Mendoza estaba entre ellos. Era un hombre culto y erudito, bien formado en teología y letras y canónigo magistral de la Catedral. Fue rector del hospital de Santa Cruz y tenía fama de generoso con los pobres y buen cristiano, lo que le llevó a trabajar como calificador (asesor teológico) para la Inquisición. A la vez, era un excéntrico al que varios compañeros de universidad calificaron como un desequilibrado, que vestía de forma estrafalaria con ropa seglar y zapatos blancos disimulando su condición de clérigo, apasionado de la alquimia, de la astrología y la oniromancia.

Antonio Pérez (Antonio Ponz, s. XVIII, Monasterio de El Escorial)

 

            Mendoza estaba convencido de que Felipe II había traicionado los ideales del Concilio de Trento, era un tirano, soberbio y ambicioso. Y quería ser obispo, pero como parte del clan favorable a Pérez lo tenía todo perdido. Cuando conoció la historia de Lucrecia tardó poco en darse cuenta de cómo podía manipular los sueños que ella tenía en su beneficio propio. Con lo que no contaba era con que Lucrecia era mucho menos ingenua y manipulable de lo que él podía suponer.

 

Lucrecia y el «talento» político.

            Apoyado por varios clérigos, Mendoza pidió que le fuesen transcritos los sueños de Lucrecia para estudiarlos, pero también para para ponerlos en circulación y difundirlos, para hacer de aquella joven visionaria y soñadora un altavoz de la facción crítica y opositora a Felipe II. Porque desde el momento en que Mendoza comenzó a estudiar y difundir los sueños, aquellos hombres desconocidos que aparecían en ellos comenzaron a cobrar vida, a tener caras y nombres reconocibles. Todos, cómo no, del círculo personal del rey. Felipe II pasó a ser el objetivo de la ira de Lucrecia, el culpable de no haber tomado las medidas necesarias ni haber hecho bien el ajuste para el matrimonio de su hija Isabel Clara Eugenia que fracasaba como padre, como trasunto del propio padre de Lucrecia, y era el responsable de todos los males de España como el padre de Lucrecia lo era de todos los males de su hija.

            Lucrecia había tomado partido por una facción política, se alineó con ella y no quiso ser sólo una marioneta en manos de Mendoza. ¿Realmente soñaba lo que decía o fue la mano de Mendoza quien puso nombres a los rostros anónimos de los sueños? Ella pudo rechazar la transcripción de sus sueños y la difusión que se hizo de ellos, frenando así la campaña de opinión que se generó y evitando erigirse como un referente político. No lo hizo porque no quiso, porque tenía ideas propias y lo que era aún más importante: ningún miedo a expresarlas en público y ante grandes audiencias. Lucrecia «entró en política» y con ello cruzó la línea roja que tenían las mujeres del XVI, a las que se exigía ser honestas, piadosas, retiradas y sobre todo discretas. Rompió los roles de género que moralistas y clérigos prescribían para ellas, y en el proceso que se desencadenó contra ella fue decisiva la actitud de la Iglesia española ante la mujer. Lucrecia, a diferencia de otras mujeres visionarias como Catalina de Siena o Teresa de Jesús, nunca quiso ser santa, ni mucho menos monja e ingresar en un convento, aunque primero su familia y después Mendoza eligiesen para ella un destino mucho más conveniente a sus propios intereses políticos y económicos.

 

De sueños y visiones sediciosas: Lucrecia, la reconquista y la Armada invencible.

         El primer encuentro con las autoridades tuvo lugar en febrero de 1588. Demasiada publicidad de sus sueños sueños, que no sólo se difundían manuscritos sino que ella misma no dudaba en revelar a quien fuese. Los rumores de la joven que predecía la destrucción de España ya habían llegado a oídos del rey. Lucrecia fue interrogada y los teólogos encargados de concluir la investigación no tenían dudas: «los sueños de Lucrecia (…) del demonio que pretende alterar España por medio de esta mujercita, y estorbar esta Santa Jornada de Inglaterra y acobardar los ánimos de los soldados«. Afirmaban que ella había inventado los sueños con fines políticos y debería ser castigada por la vía ordinaria, es decir, por la justicia civil y acusada de sedición. Nunca dudaron de que los sueños eran una invención suya, que era su propia opinión política la que se manifestaba en ellos, sin estar mediatizada por nadie.

            Mendoza no fue interrogado. Contó con el apoyo de su amigo, el arzobispo de Toledo Gaspar de Quiroga, que ordenó liberar a Lucrecia, pidió que fuese enviada a un convento y sus sueños se transcribiesen por completo para poder ser estudiados. Lucrecia se trasladó a Toledo a casa de Jerónima Doria, amiga personal de Mendoza, junto al convento de Santa Ana en la judería, y Mendoza puso a su disposición un equipo de trabajo que transcribiese e interpretase los sueños. Pero ya era tarde para sofocar las esperanzas de miles de seguidores.

            Lejos de perder credibilidad tras ser detenida, sus seguidores aumentaron y comenzaron a trabajar en Sopeña, el refugio que Lucrecia decía haber visto en sueños y en el que se alojaría el selecto ejército que recuperaría España, como siglos atrás don Pelayo y los suyos lo habían llevado a cabo desde el norte. Sus visiones proféticas llegaron a convencer a hombres cercanos al propio rey, como Hernando de Toledo, prior de la orden militar de San Juan de Jerusalén, miembro del Consejo de Estado de Felipe II, o como el arquitecto Juan de Herrera, que pudo ayudar con el diseño del interior de las cuevas para convertir las ya existentes en un refugio de supervivencia. Ella misma visitó las cuevas en el mes de mayo, rompiendo el acuerdo pactado con Quiroga de no abandonar Toledo.

 

La Gran Armada (Anónimo, Rijksmuseum de Amsterdam)

 

         A sus seguidores les daba igual que a veces Lucrecia predijese hechos que no se cumplieron. Todo  cristalizó con un sueño recurrente que terminó cumpliéndose. La Gran Armada, o como erróneamente la seguimos conociendo en España, la «Armada Invencible», había zarpado en mayo y no hubo noticias de ella hasta primeros de septiembre de 1588. En agosto Lucrecia ya había soñado que algo había ido mal y había visto a su capitán derrotado y malherido. Pocas semanas después soñó que la Armada era derrotada, prediciendo el desastre de la «Invencible». Inmediatamente, el contraataque no se hizo esperar. Decenas de barcos ingleses amenazaban puertos como el de La Coruña e intentaban conquistar Lisboa en mayo de 1589. Fue entonces cuando Lucrecia comenzó a soñar que este era solo el comienzo del castigo y de la ruina de España.

            Desde ese momento se sucedieron sueños precipitados. El hombre ordinario le dijo: «Es hora de que lloréis (…) es el tiempo más corto para España». Lucrecia oía cañones, asaltos, toros, lobos y animales salvajes vagando por las calles de las ciudades, lunas que luchaban en el cielo, nubes goteando sangre. Soñaba con el caos mientras sus sueños seguían difundiéndose y ganando adeptos. Soñaba que sólo Toledo escaparía a la destrucción gracias a la intervención de un ejército que incluiría a los mejores: ella, su madre, Mendoza y los más fieles seguidores de Lucrecia, llevando escapularios negros con una cruz blanca bordada. Este ejército traspasaría el asedio al que los enemigos someterían a Toledo, y poco a poco reconquistaría España. Lucrecia se casaría con el hombre que ella eligiese, se convertiría en reina y sus hijos inaugurarían una nueva dinastía con la bendición de Dios, que liberaría también Jerusalén del islam y haría trasladar reliquias y sede de Roma a Toledo, nueva y única capital espiritual de la cristiandad. Resulta difícil no ver en estos sueños los anhelos de Mendoza y de gran parte de la oligarquía toledana, que acababa de ver cómo Felipe II se trasladaba con toda su corte a Madrid estableciendo allí la nueva capital y abandonando Toledo.

 

Escapulario de seda negra con cruz blanca de algún seguidor de Lucrecia de León (AHN, Madrid).

 

            Lucrecia y Mendoza habían violado el acuerdo. Ella salía del convento, visitaba las cuevas, siguió soñando y siguieron difundiéndose sus sueños aunque Mendoza se había comprometido a no hacerlo. Mendoza la había introducido en sectores cortesanos y apenas disimulaban ya sus intenciones: unidos alrededor de Lucrecia creyeron que podrían echarle un pulso al rey y a su gobierno. Justo entonces, en abril de 1590, Antonio Pérez conseguía escapar de la cárcel, llevándose miles de papeles y secretos de Estado que serían difundidos por Europa y servirían para alimentar la aún viva Leyenda Negra española. Fue entonces cuando se desencadenó una persecución contra los partidarios de Pérez, y entonces cuando Lucrecia fue considerada uno de ellos.

 

Lucrecia ante la Inquisición de Toledo

         Hace exactamente 429 años que Lucrecia se enfrentó a la Inquisición de Toledo. El primer paso que dio el tribunal fue requisar los papeles de Mendoza el 23 de mayo de 1590, unos 30 cuadernos con más de 400 sueños transcritos entre 1587 y 1590. Dos días después, el 25 de mayo de 1590, Lucrecia fue detenida siguiendo el procedimiento habitual del tribunal, sin decirle los motivos, sin que se registren en el proceso las causas. A la misma vez fueron detenidos Mendoza y todos sus colaboradores. Hacía sólo cinco meses que el clérigo había comenzado a difundir copias manuscritas de sus sueños entre los partidarios de Antonio Pérez. El 31 de mayo estaban ya todos en la cárcel de la inquisición de Toledo.

            Durante los interrogatorios Lucrecia contó a los inquisidores que eran dos las cosas que le atormentaban: sus sueños y no haberse casado. Y es aquí donde se muestra nuevamente la verdadera Lucrecia, sin la manipulación de Mendoza. Porque el trato que la Iglesia dio a Santa Teresa, Catalina de Siena y otras mujeres visionarias fue distinto ya que podían estar equivocadas pero eran monjas y con buena reputación moral. Lucrecia no, nunca tuvo vocación religiosa, lo que le dejaba en una flaca posición ante los inquisidores. Unos meses antes de ser detenida se había comprometido secretamente con uno de los ayudantes de Mendoza. Mantenerlo en secreto había sido una estrategia clara para no afectar a la reputación de casta y virtuosa de Lucrecia, pero sirvió de poco. Lucrecia fue detenida estando ya embarazada, con 21 años de edad, y fue madre en la cárcel durante el verano de 1590. Su hija vivió con ella en la celda de la prisión durante todo el tiempo que duró el proceso. Muchos meses en los que Lucrecia jamás escondió sus sueños políticos ni tampoco su sexualidad, pues por el proceso sabemos que discutía abiertamente con sus compañeras de celda y con conocimiento de causa sobre los distintos tipos de consoladores que empleaba en la cárcel y que alguien le suministraba. En una ocasión, después de escuchar a su compañera de celda describirle el que ella usaba hecho de piel de oveja, Lucrecia admitió sus preferencias: «el miembro de cierta madera, que no declaró, con gosnes, y con ciertas clavijas, y una funda de raso o terciopelo», como el que también tenía una amiga suya de Madrid.

            Al salir del espacio privado y doméstico en el que estaban obligadas a estar y tomar la palabra en público, las mujeres se convertían en transgresoras. Les quedaba sólo una defensa: decir que su conocimiento no era propio sino que tenía inspiración divina. Reprimirse, fingir, disimular, autohumillarse. Lucrecia jugó a presentarse como una víctima. Jugó con su condición de mujer, consciente del disimulo y «falta de talento» que se le presuponía, quejándose de que los que habían transcrito sus sueños «tenían la culpa por ser hombres y esta mujer (ella) a la que debían advertir». Su inocencia era algo que no parecía preocupar a los inquisidores. Nunca creyeron, dado su carácter subversivo, que fuesen de inspiración divina, y empezaban a tener claro que Lucrecia pensaba, soñaba y decía lo que quería, más allá de las intenciones de Mendoza. Y sólo el demonio podía inducir a una mujer, siempre ellas, a soñar de la forma en la que Lucrecia lo hacía, promoviendo sublevaciones y una desobediencia generalizada al rey y a la Iglesia.

 

Los Cuatro jinetes del Apocalipsis (Alberto Durero, 1498)

 

            Lucrecia siguió soñando a diario en la cárcel, lejos ya de Mendoza y de la campaña política orquestada a su alrededor. Siguió soñando que un dragón de 7 cabezas arrasaría España y que sería destruida primero y ganada después por el rey de Francia. La Inquisición había conseguido acallar y encerrar a Lucrecia la profetisa, pero no silenciar a la Lucrecia la soñadora, valiente, que escapaba a cualquier tipo de control y seguía manifestando sus políticas visiones sin tapujos. Y seguía manifestando un carisma excepcional y seduciendo a quienes la custodiaban. Convenció a sus carceleros y conquistó a algunos jueces, que comenzaron a darle un trato de favor que irritaba en Madrid al Consejo de la Suprema, la más alta institución ante la que respondían los tribunales como el de Toledo. Se hacía urgente acelerar el proceso y silenciar cuanto antes a Lucrecia, aunque su calvario realmente sólo acababa de empezar.

            El 7 de diciembre de 1591 fue torturada: «y por estar negativa esta rea en lo que era acusada por el fiscal de las dichas comunicaciones le fue dado tormento, en el cual confesó muchas cosas». Ninguna nueva, pues incluso bajo tortura dijo lo que ya había manifestado anteriormente, defendiendo sus sueños y culpando a Mendoza de haber orquestado una personal campaña política. Pero el proceso tenía que avanzar. En 1593, tras más de dos años de juicio y de estancia en la cárcel, se presentaron 78 cargos encabezados por 3 acusaciones generales:

– El origen de los sueños de Lucrecia no era divino porque estaban plagados de proposiciones escandalosas y falsas.

– Lucrecia pretendía difamar al rey y a sus ministros.

– Los sueños eran perjudiciales a la iglesia porque buscaban dar «ocasión a grandes disensiones y levantamientos no sólo de los reinos de España y los demás estados de Su Magestad pero en los demás así católicos como herejes».

            Los inquisidores, a la luz de las transcripciones de los sueños, añadieron una nueva dimensión al caso y Lucrecia fue acusada de cometer herejía, sedición, pacto con el diablo, blasfemia, falsedad y sacrilegio.

            La Inquisición buscaba a toda costa que ella reconociese algo de culpa, que admitiese haber inventado los sueños, pero jamás lo admitió. Resulta difícil imaginar la perplejidad vivida por todos los inquisidores durante el proceso, creyendo que torturada, aislada, encarcelada y humillada admitiría los cargos y reconocería la culpa que se le quería imponer. Nunca lo hizo. Tras la acusación de 1593 fueron dos años más, hasta 1595, los que pasaron intentando vencer la tenacidad de Lucrecia, que tenía ya 25 años de edad y llevaba 5 en la cárcel. En junio de 1595 la Suprema se decidió a intervenir ante el fracaso del tribunal toledano. Ordenaron a los jueces que hiciesen a Lucrecia dos últimas preguntas antes de deliberar: ¿eran los sueños realmente sueños? ¿eran ilusiones diabólicas? Si lo reconocía, podría resolverse el juicio. Si no lo hacía, debería volver a ser torturada hasta que lo reconociera. Y como era de esperar, tampoco entonces lo reconoció. Fingió la invención de algunos sueños por ella, otros por Mendoza, y explicó que lo que dijo fue siempre por el bien del rey y de sus reinos. A pesar de ser torturada nuevamente jamás reconoció la culpa que querían imponerle. Lleno de contradicciones y sin unanimidad entre jueces, el juicio tenía que acabar por orden estricta del Consejo de la Suprema. Todos los jueces estaban de acuerdo en que las proposiciones de Lucrecia eran sediciosas, pero no había acuerdo en si ella había inventado o no con fines sediciosos los sueños. Aún así y a pesar de las diferencias, también tenían claro que no podían dejar a Lucrecia sin castigo.

 

Lucrecia sentenciada: ilusa y maestra de profetas

            El final puede parecer sorprendente, a tenor del tesón de los inquisidores y la duración del proceso, pero no lo es, pues no existían pruebas ni testimonios para acusarla de lo que se pretendía. Lucrecia fue sentenciada a abjurar de forma privada de leví, la pena más suave de las que el tribunal de la Inquisición podía imponer, y su auto de fe se celebró en privado el 20 de agosto de 1595 en el patio del convento de San Pedro Mártir, para no generar escándalo y atracción hacia quien ya había alcanzado suficiente fama. Acudió vestida de penitente, con un sanbenito y soga alrededor del cuello y sosteniendo una vela en la mano. Fue azotada 100 veces, fue desterrada de Madrid y de Toledo y obligada a una reclusión de 2 años en un beaterio o convento. Cuando se le leyó el texto de la sentencia era realmente la primera vez en 5 años que ella escuchaba los delitos de los que se le acusaba, entre ellos de ser «madre de profetas» por haber animado a otros a predecir el futuro. Como tonta, ilusa o iludente fue juzgada.

Pieza perteneciente al proceso original de Lucrecia de León (AHN, Inquisición, Leg. 114, exp. 10). Portada moderna.

 

            ¿Qué pasó con el resto de protagonista de esta historia? Vitores, transcriptor de los sueños de Lucrecia por orden de Mendoza, con el que ella se había prometido en secreto y era el padre de su hija, fue absuelto y desterrado de Madrid, abandonando a su prometida y a su hija. Allende, el más estrecho colaborador de Mendoza, fue condenado a 1 año de reclusión en el convento que él eligiera, prefiriendo para su destierro primero el de San Juan de los Reyes y después el de franciscanos de Ciudad Real. Ni azotes ni escarnio público. En Ciudad Real fue apoyado por los frailes y llegó a ser comisario. Murió tranquilo, de anciano y acomodado en el monasterio. Curiosamente gracias a este retiro electivo, la inquisición solicitó que se le remitiesen las plantas y mapas de varios monasterios toledanos, con el fin de asegurarse de que las estancias para recibir a Mendoza eran seguras, lo que nos ha permitido tener entre los fondos inquisitoriales algunos planos de 1594 de varios monasterios toledanos, que de otra forma no tendríamos

 

Plano del Monasterio de San Juan de los Reyes en el siglo XVI

 

Mendoza siempre se mantuvo firme como teólogo en su derecho de transcribir los sueños de Lucrecia, para estudiarlos y entenderlos. Pero también había escenificado unos brotes de cólera, atacando a los jueces y gritando en la cárcel, lo que hizo creer a los inquisidores que estaba falto de juicio. Y tuvo mejor suerte que ninguno de los procesados. El 9 de septiembre de 1597 se le culpó tan sólo con 2 años de reclusión en el monasterio de la Sisla, en una celda cómoda y decorada con paños y lienzos «para satisfacer a los ojos», cama nueva, ventanas amplias y biblioteca propia. Ahí recibía a sus parientes y amigos, muchos, lo que hizo al prior del monasterio quejarse de que parecía más «casa de orates que de religiosos». Tras la muerte de Felipe II en 1598, el influyente Mendoza fue puesto en libertad por Portocarrero, el nuevo inquisidor general, pero prefirió no abandonar su nueva y lujosa casa, donde siguió viviendo con sus cuadros y libros hasta que murió en 1603.

            Es en este punto donde aparece el último gesto de mezquindaz en la vida de Lucrecia. La única institución dispuesta a acogerla a ella y a su niña de 4 años eran las Beatas de la Reina, a condición de que ella pagase los gastos. Alonso Franco, el padre de Lucrecia, que tenía dinero de sobra, alegó pobreza y se negó a socorrer a su hija. Lucrecia permaneció en el hospital de San Lázaro extramuros, rodeada de leprosos y mendigos, hasta que el 27 de octubre pidió ser llevada al de San Juan Bautista-Tavera, pero se negaron a aceptarla. La Inquisición volvió a escribir a Alonso Franco pidiendo dinero, pero el padre de Lucrecia ni siquiera contestó a esta carta. Aquí se le pierde la pista a ella y a su hija. Tenía 27 años y no hay un sólo documento que nos permita saber qué fue de ella tras el abandono absoluto de su familia y de quienes habían sido sus colaboradores y manipuladores. Parece obvio que no pudo volver a su casa familiar, repudiada por su padre, ni a una casa propia -que nunca tuvo- junto a su hija y a un prometido que también la abandonó. Es bonito pensar que quizá Mendoza la pudo acomodar a servir en casa de algún amigo toledano, y con ella a su hija pequeña, pero no hay prueba alguna de ello. La mendicidad o la prostitución serían entonces las únicas salidas que encontrase esta mujer.

            Al abordar las vidas de las mujeres del siglo XVI siempre hay que ser cauteloso y no trasladar conceptos actuales al pasado. Lo tenían difícil para ser libres en sus acciones y expresiones, así que no es tan fácil decir que fue una valiente, aunque sin duda sí una mujer polémica. ¿Mantenida y manipulada por hombres? ¿Una ingenua como a veces quiso defender, que soñaba cosas y no era consciente de la implicación política de sus sueños? ¿Consciente de todo ello y de su papel como agitadora, que inventó los sueños sabiendo que atraía hacia ella oídos para escuchar sus opiniones políticas y las de su facción? Lo que está claro es que Lucrecia nunca hubiese trascendido sin la estrategia de Mendoza. Nunca podremos saber si soñaba lo que recogen los sueños transcritos por él, o si no soñaba exactamente eso y Mendoza lo distorsionaba en su propio beneficio. Pero sin duda sin la estrategia de copia y difusión manuscrita jamás hubiese trascendido.

 

La muerte y el demonio sorprendiendo a una mujer (Daniel Hopfer, c. 1520)

 

            Y está claro también que fue una víctima de toda una honda tradición patriarcal y misógina transmitida y sustentada por fuentes médicas y teológicas que adjudicaban a las mujeres una naturaleza proclive al mal, a la debilidad, a lo diabólico. Por ese motivo también se desconfiaba de la palabra femenina. Existieron profetas mujeres, sí, pero sólo al inicio del cristianismo, cuando aún no estaba bien institucionalizado. Cuando se consolidó se marginó a la mujer y se bloqueó su acceso a la alta jerarquía del poder político, reservado a los hombres. Sería un profundo error hablar de feminismo para definir el posicionamiento de Lucrecia durante toda su vida, pero es innegable que durante todo el proceso buscó ocupar espacios tradicionalmente reservados a los hombres, y sobre todo ejercer su derecho a soñar, manifestar su opinión y elegir qué hacer con su futuro sentimental. Por eso lo que quizá no sea un error es pensar que también se habría acercado a votar este domingo si siguiese viva.

            Si te interesa conocer los rincones del Toledo que vivió Lucrecia, pásate por esta ruta en la que ella es una de las protagonistas.

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