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¿Alguien se acuerda de la historia de los Enríquez, aquella familia de judeoconversos toledanos procedentes de Portugal procesados por la inquisición cuando celebraban Yom Kippur en 1581? Os lo conté hace unos meses con ocasión de la celebración de aquella fiesta y hoy, que deberíamos estar celebrando otra (la Semana Sefardí) os voy a contar un segundo capítulo de aquella historia. Esta vez, bastante menos triste.

Aquel proceso terminó con varios judeoconversos toledanos quemados en la hoguera tras ser acusados y sentenciados por practicar el judaísmo de forma clandestina, todos vecinos del Barrio de la Magdalena y del Corralillo de San Miguel. Otros y otras, porque el proceso se llevó a cabo también contra muchas mujeres, terminaron encerrados de por vida en la cárcel. Pero algunos, como os contaba, consiguieron escapar a pesar de la asfixiante persecución inquisitorial. Huyeron a tiempo de Toledo, se integraron en redes transnacionales de judíos sefardíes y ashkenazíes y se convirtieron en empresarios y mercaderes con influencias y contactos por todo el Mediterráneo. Pero no por ello dejaron de estar perseguidos por la inquisición, que siempre se valió de la influencia política castellana y aragonesa para vigilar la circulación de judíos por sus fronteras, que entonces se extendían por Italia y la Europa Central.

Abraham Ortelio, Mapa de Europa (finales del siglo XVI-1609)

La inquisición y Fernando de Alcalá, jurado de Toledo judeoconverso

Durante el proceso a aquellos toledanos en 1581 la inquisición recibió varias denuncias más que investigó, pero sin éxito. Uno de los denunciados fue un tal «fulano de Alcalá, que vive aquí cerca [de la cárcel de la inquisición] camino del Mesón del Lino a la mano derecha como se va de aquí a allá, y su mujer y seis hijas suyas (…) la madre se llama Fulana Núñez». Alcalá, sin nombre conocido, tenía una familia numerosa y a juzgar por las descripciones que daba el delator su vivienda tenía que ser alguna de las casas del lateral de los números pares de la actual calle de la Plata. En casa de aquel fulano de Alcalá se reunían de forma habitual varios mercaderes, no todos judeoconversos ni todos descendientes de sefardíes portugueses, pero sí la mayoría. Era un punto de encuentro y de sociabilidad judía que abría sus puertas para muchos toledanos practicantes del judaísmo en la clandestinidad que acudían a celebrar las fiestas porque en sus casas no podían o no querían, por no levantar sospechas entre sus criados y vecinos. La casa de la familia Alcalá en la calle de la Plata era, durante el reinado de Felipe II, otro punto de encuentro de los judeoconversos toledanos. Pero, a diferencia de la familia Enríquez, procesada al completo y quemados algunos de sus miembros, los Alcalá huyeron antes de ser detenidos en 1581, librándose de la cárcel y de la muerte.

Calle de la Plata, Toledo (Foto: Patricia Venciolo)

Damos un salto tres décadas después. La inquisición de Toledo recibía en julio de 1611 la copia de una carta que el embajador español en Venecia, don Alonso de la Cueva, enviaba al rey Felipe III:

                  «Señor. En esta ciudad reside Salomón Barcelay, judío que desciende de España y con esta ocasión acude a mi casa ordinariamente (…) y dice haber estado en España algún tiempo en nombre de cristiano, como suelen muchos por acá. Este me dijo los días pasados que conocía un hombre rico de Toledo que había sido o era judío pero que no diría el nombre si no prometiendo la mitad de la hacienda que se le confiscase. Yo no le ofrecí cosa señalada pero le aseguré de que V.M. mandaría que se le diese satisfacción y así lo reduje a descubrirlo, diciendo que habrá más de veinte años que estando en Salónica fue allá un mozo de Toledo que se llamaba Hernando de Alcalá cuyo padre decía ser escribano, y que luego como llegó se declaró por judío y se hizo circuncidar, procediendo como tal en las demás acciones. Y que por haber llegado pobre ganaba de comer a tejer paños y estuvo allí tres o cuatro años, y que hacía diez que estando este Salomón en Toledo en ocasión que V.M. se hallaba allí a ver un auto de la Inquisición lo vio y conoció y habló aunque el otro no se quiso dar por entendido, y que andaba en buen hábito y a caballo por ser rico y mercader de rasas o serquillos. Dice que será ahora de cuarenta y cuatro años, de mediana estatura, gordo, blanco, calvo, la barba castaña y que la circuncisión podrá ser principio de prueba para averiguarlo. VM se servirá de mandar sobre ello lo que más convenga y que si tuviere efecto se dé a este hebreo tal satisfacción que quede contento y bien dispuesto para dar otros avisos semejantes que serán muy útiles al servicio de dios y de VM. Guarde Nuestro Señor».

No he sido capaz de encontrar información del supuesto delator de Alcalá, del que ya sabemos nombre: Hernando. Los Barcelay pudieron recalar en Venecia desde Navarra y Aragón, de donde saldrían quizá con las expulsiones del siglo XV, sino antes, tras alguna conversión forzosa. De innegable raigambre judía, los Barzilai habían adoptado una forma castellanizada de su apellido hebreo original. Y sí, como muestra de las complejidades de la historia, la inquisición recibía noticias de alguien que escapó de su persecución gracias a otro judío que, a juzgar por el tono de la carta, debería priorizar su negocio en vez de su conciencia de pertenencia al pueblo judío. Salomón Barcelay, siempre según el relato del embajador, le contó lo que quizá ya sabía, que después de la expulsión de Toledo la ciudad de Tesalónica se había convertido en la nueva Sefarad, como lo siguió siendo varios siglos más hasta mediados del siglo XX, cuando los nazis terminaron con la vida,  casas y archivos de gran parte de la comunidad judía sefardí de Grecia.  Hoy apenas queda rastro en el barrio de Ladadika, aunque la monumentalidad de algunas mansiones en paralelo a la costa norte de la ciudad recuerda lo que tuvo que ser la comunidad sefardí tesalonicense, heredera de la lengua y costumbres de miles de toledanos.

 

Barcelay, sin darle mucha importancia, también contaba lo que hoy sabemos, que los judíos expulsados siguieron considerando a Castilla y Aragón su casa, a la que volvían gracias a esa cultura compartida, a la lengua mantenida y a las redes comerciales y mercantiles que integraban otros judíos (conversos) que permanecían aquí. Barcelay, rompiendo por completo esa visión de los judíos expulsados como un grupo homogéneo y unido, se había convertido en un chivato útil para la Monarquía Hispánica y para la Inquisición. Por eso el embajador preguntaba al rey si convendría darle satisfacción, o sea, seguir pagándole para que delatase a más judíos que siguiesen ocultando su fe en el territorio de la Monarquía Hispánica católica.

Residencia de la familia sefardí Fernández en Tesalónica (s. XIX)

Y saltamos de un chivato a otro. Aquel proceso de 1581 comenzó porque un joven cristiano viejo (sin ningún antecedente judío ni musulmán), por despecho tras ser probablemente rechazado por una joven judeoconversa de la familia, terminó denunciando a quienes eran sus amigos, vecinos y para los que trabajaba. Se llamaba Álvaro Alfonso y la inquisición se lo agradeció nada más terminar aquel proceso, convirtiéndole en funcionario de por vida. Álvaro dejó de ser criado de los Enríquez a quienes denunció para pasar a ser alcaide de las cárceles de la Inquisición, puesto que mantuvo durante toda su vida, recibiendo un mejor sueldo por ello. Su caso ejemplifica a la perfección las ventajas que tenía en muchas ocasiones denunciar ante el Santo Oficio para quienes lo entendían como una estrategia de ascenso social. El 12 de septiembre de 1611 la inquisición llamó a Álvaro, que entonces tenía ya 52 años, a una audiencia, para revivir aquel proceso iniciado por él treinta años atrás. Contó lo que recordaba, dio algunos nombres de aquel grupo de judeoconversos portugueses y castellanos que recordaba, entre ellos los de Alcalá

«cuyos padres vivían en la parroquia de San Vicente junto a las casas de esta Inquisición, y el padre se llamaba fulano de Alcalá y era mercader pequeño de cuerpo. Y que el dicho fulano de Alcalá, a quien le parece decían Perico entonces porque era mozuelo y sería de diez y pocos años, y ahora vive en esta ciudad y es jurado de ella y mercader de telillas y jerguetas, andaba con los dichos portugueses y más comúnmente con el dicho Manuel Enríquez, hijo del dicho Diego Enríquez, que fue condenado, en cuya casa se hacían las juntas».

 

Aquel Perico de Alcalá, que por entonces era un chaval de 10 años, no había sido procesado porque se ausentó junto a toda su numerosa familia. La familia, quizá al completo, huyó a Tesalónica, asentándose de forma definitiva algunos allí y otros de forma temporal, como Hernando y varios familiares más, que decidieron volver a Toledo, a su casa. Y a su casa volvió a ser espiado, treinta años después, por el mismo vecino que delató a su familia en 1581. Álvaro Alfonso salió de la audiencia de la inquisición después de recordar lo sucedido treinta años atrás y fue directo a casa de Hernando de Alcalá, sabedor de que en esta nueva colaboración podría residir un nuevo ascenso o premio. Y así volvió, el 15 de septiembre, tres días después de su primera audiencia, a contarle a los inquisidores lo que había visto: Fernando de Alcalá tenía entonces unos 45 años y ejercía como jurado en Toledo,

«y que este es el mismo fulano de Alcalá de quien tiene dicho le llamaban Perico cuando mozo (…) tiene hoy dos hermanos varones, el uno se llama (a lo que se entiende) Miguel de Alcalá y es mercader y está viudo ahora, y vive en la calle que va de las tiendas de Sancho Minaya a San Juan Bautista, y este es mayor de edad que el dicho fulano de Alcalá. Y tiene otro hermano que es menor de edad (…) que se llama Juan Gabriel y es escribano público en esta ciudad. Y el dicho fulano de Alcalá vive junto a la casa de Álvaro Pérez de las Cuentas en que solían estar las Descalzas Carmelitas (…) es un hombre no de gran estatura, la barba no negra del todo sino algo rubia, y calvo».

 

Calle Tendillas (Foto: Consorcio Toledo)

Los Alcalá vivían dispersos por la actual calle Jardines (que comunicaba las Tendillas de Sancho Mienaya o Benayas -depende de la documentación- con el entorno de las plazas Juan de Mariana y Amador de los Ríos)  y, quizá, la calle San Juan de Dios de la judería, donde en origen se asentaron las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa antes de la fundación del actual convento. Y Álvaro Alfonso, que los había delatado en 1581, volvió de nuevo a ponerlos ante los ojos de la inquisición. E igual que treinta años atrás, aportó nombres de otros testigos a los cuales el Santo Oficio podía interrogar para corroborar lo que él contaba. Así lo hicieron los inquisidores con Juan de Torres, maestro espadero que en 1581 trabajaba para algunos judeoconversos toledanos enseñando «lección de las armas» a sus hijos. Torres recordó aquel proceso, recordó a «Diego Enríquez, que fue quemado en ella, y con otros portugueses que todos fueron habrá más de 26 años presos en este Santo Oficio y después en auto público castigados por judaizantes». Recordó también cómo a las clases y lecciones de armas que él daba en casa de Enríquez, acudía «en casa de este un fulano de Alcalá, vecino de esta ciudad, que era hijo de un mercader rico» y por entonces iba con algunos hermanos que tenían menos de 10 años. Mucho menos oportunista que Álvaro Alfonso, insistía en que nunca había sospechado de ninguno de ellos, pero que al detener la inquisición a los Enríquez y comprobar cómo los Alcalá habían huido de Toledo, sospechó del miedo de esta familia.

Con estos dos testimonios la inquisición había recabado pruebas suficientes como para confirmar que aquel Perico de Alcalá y su familia eran hoy los judeoconversos dispersos por Tesalónica y Toledo. El tribunal activó sus mecanismos de vigilancia y contactó con el resto de tribunales de distrito para conocer si en alguno de ellos había información que incriminase a la familia Alcalá y contar así con más pruebas para poder procesarlos. El 17 de septiembre «habiendo reconocido los libros y registros de esta inquisición, se ha hallado en ellos que procediéndose el año de 1583 contra unos portugueses por judaizantes (…) a un fulano de Alcalá mercader y fulana Núñez su mujer, y a dos hijos suyos los mayores que el de más edad se llamaba Miguel de Alcalá y a seis hijas suyas de que todos acudían a ciertas juntas (…) y por ello fue relajado [quemado o degollado por el verdugo], habiéndose verificado ser ciertas sus confesiones en las de los que testificó».

La Inquisición tenía ya la fotografía perfecta de los Alcalá y de sus movimientos en estos últimos treinta años, tras huir a tiempo antes de ser detenidos entonces. Las descripciones de los hermanos coinciden con las que Salomón Barcelay había dado al embajador Alonso de la Cueva en Venecia, así como el oficio de uno de ellos, escribano jurado de la ciudad, «con lo cual parece que las señas que él da [Barcelay] y las de la testificación concuerdan todas en este jurado: el cual [Alcalá] es confeso notorio descendiente de judíos reconciliados por este santo oficio. Y dando nuestro parecer decimos que conviene que el dicho judío [Barcelay] se examine en forma por ante el ordinario de Venecia (…) y que si hubiere allí algunos otros judíos que en Salónica hubiesen visto lo mismo que este, se examinen también, y que esto luego se traiga para verlo todo junto y votarlo».

Con el documento anterior la inquisición daba inicio a un nuevo proceso inquisitorial el 17 de septiembre de 1611, una segunda intentona por procesar a los Alcalá toledanos si conseguían demostrar sus contactos con la familia huida a Tesalónica, donde ya no ocultaban su fe judía. Pero todo apunta a que, nuevamente, los Alcalá movieron ficha a tiempo. El proceso se corta en este punto sin un sólo documento hasta un billete breve del 20 de noviembre de 1620. Nueve años después los Señores Chacón y Sandoval enviaron un tanto de esta carta a los Señores del Consejo [de la Suprema] para que se haga más diligencia en razón de lo contenido en la dicha carta». La carta era la última del proceso, la del 17 de septiembre. Pero de la Suprema tampoco llegó respuesta. El bachiller Hernando de Alcalá pudo ser investigado pero, por su influencia, su fidelidad a la Monarquía o los motivos que fueran, no fue procesado. Y ejerció como tal hasta 1636, con banco derecho por la parroquia de Santa Eulalia, como jurado de Toledo. Su hermano, aquel mercader que se movía por el Mediterráneo volviendo a Toledo a atender sus negocios ocultando su verdadera identidad, no parece que tampoco fuera apresado y continuaría viviendo su judaísmo de forma libre en Tesalónica. Es probable, atendiendo a esto, que la denuncia de Barcelay buscase más librarse de un rival comercial que otra cosa.

 

Calle de Ladadika, el barrio judío de Tesalónica, 2012 (Foto propia)

 

Los Alcalá volvían a esquivar a la inquisición y, por el momento, no he conseguido localizar más datos sobre ellos que nos lleven a pensar en su permanencia en Tesalónica o en cualquier otra ciudad del imperio otomano. Su historia y la de los judeoconversos procesados en 1581 muestra claramente cómo, a pesar de las expulsiones y persecuciones inquisitoriales, siempre se consideraron toledanos y siempre consideraron a esta ciudad como su casa. Tesalónica y Toledo tienen una valiosa historia en común que bien merecería un hermanamiento que acercase la riqueza histórica y cultural de ambas ciudades.

Vista de Tesalónica desde Ano Poli, 2012 (Foto propia)

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