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Estamos viendo gestos heroicos estos días, muchos, pero también nos llegan noticias terribles como el aumento de los casos de violencia machista. Hoy os cuento la historia de uno de los espacios más emblemáticos de la ciudad, Santa María la Blanca, no la sinagoga sino el beaterio, la institución religiosa que durante más de un siglo fue uno de los pocos recursos que les quedaba a muchas mujeres ante situaciones de abandono y maltrato por parte de sus maridos o padres.

La antigua Sinagoga Mayor es la más antigua de las dos sinagogas, levantada en el siglo XIII o, siguiendo los últimos planteamientos de Ruiz Souza, ya en el siglo XIV. Un lugar de rezo, pero también de reunión, de encuentro y con usos sociales, jurídicos y políticos. Desde esta sinagoga la comunidad judía de Toledo se autogobernaba, a ella acudían a celebrar el sabbat semanalmente y funcionó como ayuntamiento, juzgado y gran escuela de la judería toledana hasta la construcción de la imponente Sinagoga de Samuel Haleví a mediados del siglo XIV. Perdida su condición de sinagoga mayor, pocas décadas después también fue expropiada a la comunidad judía y convertida en iglesia, en uno de los episodios de historia local más oscuros y menos conocidos. La tradición (enemiga muchas veces de la historia) cuenta que durante algún sermón de fray Vicente Ferrer en la iglesia de Santiago del Arrabal, una turba de toledanos se lanzó al enésimo asalto de la judería, asesinando a no pocos vecinos judíos y cristianizando su sinagoga.

Santa María la Blanca fue el nombre que se dio a la parroquia que nacía a comienzos del siglo XV en la antigua sinagoga, aunque su uso fue efímero: abandonada como iglesia, muchos judíos y judeoconversos volvieron a hacer uso de ella como sinagoga clandestina. Poco después, en 1550, el arzobispo Silíceo ordeno disponer aquí un nuevo beaterio para jóvenes desvalidas y prostitutas arrepentidas. Así nacía el Refugio de la Penitencia, institución que sólo se entiende como parte del proyecto de mecenazgo de Silíceo, principal impulsor económico del beaterio … y casi el único. Los siguientes arzobispos no mantuvieron económicamente el proyecto, sin duda condicionados por el punto de inflexión que supuso la marcha definitiva de la corte a Madrid. Por eso la historia de este refugio, beaterio o casa de recogidas es tan breve como importante para muchas mujeres que encontraron en este lugar, así como en el resto de beaterios toledanos, los únicos espacios donde podían acogerse no sólo mujeres que querían abandonar la prostitución, sino todas aquellas que iniciaban trámites de divorcio o sufrían violencia y maltrato físico por parte de unos maridos de los que huían. Los beaterios como el Refugio de la Penitencia fueron un fenómeno en la España de los siglos XVI y XVII, reflejo de unos tiempos condicionados por la ausencia de leyes contra la violencia de género pero también ejemplos de sociabilidad femenina y de búsqueda de una cierta autonomía por parte de muchas mujeres dentro de la sociedad española y de la jerarquía eclesiástica.

Violencia machista y divorcios en la Edad Moderna

La violencia contra las mujeres es fruto de una larga tradición que se remonta al inicio de los tiempos y que legitimaba una violencia ejercida por hombres y dirigida a someter, controlar o agredir física, verbal, emocional o sexualmente a mujeres con las que estaban o habían estado unidos. Y estar unido o desunido era un factor de exclusión o inclusión social para cualquier mujer antes del siglo XX pues el matrimonio entre un hombre y una mujer se entendía como el «estado natural» de vivir. El matrimonio era un contrato económico entre dos familias que buscaban, ante todo, la perpetuación del linaje y el mantenimiento del patrimonio. Sin más. La felicidad, el amor romántico y lo sentimental quedaban fuera de la negociación entre los progenitores. Ningún padre deseaba, claro está, que sus hijas sufriesen en su matrimonio, pero mientras que la felicidad era algo impredecible, los factores económicos podían ser bien ajustados. Las desavenencias en el seno del matrimonio eran más que habituales, como puede suponerse. La imagen que os dejo aquí abajo, de un manuscrito flamenco del siglo XV, es buena prueba de ello: un marido que maltrata libremente a su mujer mientras familiares o vecinos asisten a ello sin inmutarse a un acto normalizado, habitual.

British Library, Ms. 4425, fol. 85

 

A todo ello habría que unir la condición aceptada de que la mujer era el sexo débil, peligroso, perturbador y poco fiable. La mujer siempre estaba más cerca de ser Eva, la pecadora, que la Virgen María, ejemplo de virtudes. Por ese motivo, durante siglos se generó todo un repertorio de textos jurídicos, literarios, teológicos, etc., que insistían tanto en la peligrosidad de la mujer como en el derecho que tenían los hombres a corregir sus conductas, ya fuese por mala fe o, simplemente, por la ingenuidad e inferioridad intelectual que se les adjudicaba en estas mismas teorías. Ellas, siempre lascivas, maleables y más proclives a dejarse arrastrar por el demonio y a desviar con ello al pobre hombre del buen camino. Por eso había que someterlas desde la infancia pero especialmente en el matrimonio, porque de ellas dependía la salvación del hombre y de su honra. Padres, hermanos y maridos se afanaron en ello y contaron con un repertorio textual apabullante que justificaba no sólo la misoginia sino la violencia. Discursos que justificaban la violencia contra las esposas y que eran compartidos por moralistas y tratadistas protestantes del centro y norte de Europa, por más que determinada historiografía se empeñe en mostrarnos a suizos u holandeses como paradigma de la modernidad tan sólo porque abrazaron antes que el sur el libre mercado.

La aceptación de todas las teorías misóginas como incuestionables llevaba a la aceptación de un hecho aberrante: si al hombre (marido, padre, hermano) le corresponde corregir y disciplinar a la mujer, es porque la mujer es siempre culpable de todo. Si se debe corregir a la esposa es porque el marido es juez, es el marido quien debe decidir lo que es corregible o no, lo que está bien o mal, en el seno del matrimonio. En definitiva, era el hombre quien tenía en su mano culpar a la mujer no sólo de los problemas derivados de la convivencia, sino también de la fertilidad, de la riqueza doméstica o de la suerte en el juego. De todo. Cualquier factor que alterase la armonía del marido podía ser culpa de la mujer. Así se entiende la asfixiante situación de desamparo que muchas mujeres han vivido durante siglos. Mujeres que en algunos casos contarían con el respaldo familiar, con padres o hermanos dispuestos a acogerlas de nuevo en casa y emprender junto a ellas los trámites de divorcio. Pero no siempre el entorno familiar tomaba partido, no siempre estas mujeres contaban con un entorno familiar que buscase dignidad y justicia para ellas, que pelease porque se atendiese y escuchase a estas mujeres ante la posibilidad de que su marido cometiese un crimen. Y cuando era así, a quienes no contaban con apoyos familiares sólo les quedaba un camino: intentar acogerse a algún beaterio. A eso se dedicó la antigua sinagoga mayor de la judería y parroquia de Santa María la Blanca desde 1550 y durante los siguientes cien años.

Interior de Santa María la Blanca (David Utrilla)

El beaterio de Santa María la Blanca, refugio y casa de recogidas.

El divortium existía como posibilidad para poner fin al matrimonio, regulado desde el concilio de Trento, e implicaba la separación de lecho y cohabitación, algo que se hacía de forma ilegal porque muchas mujeres huían y dejaban de cohabitar, por eso la iglesia decidió intervenir y regularlo. El problema para ellas venía de cómo conseguirlo y de cuán largo podría ser el proceso. Si se llegaba a juicio se necesitarían, como hoy, testigos y un soporte económico para mantenerse durante ese tiempo. Lo normal era que el juez determinase que la mujer volviese a casa de sus padres o de algún familiar, lo que nos lleva de nuevo a asumir que si una mujer no disponía de apoyos o soporte familiar, no podría iniciar los trámites de divorcio alejándose de su marido. En definitiva, no disponía de un lugar donde salvaguardarse de la posible violencia contra ella. Es ahí, en esos casos, donde entraban en juego los conventos y, en mayor medida, los beaterios, prácticamente los únicos lugares durante siglos que sirvieron para que miles de mujeres quedasen desamparadas ante situaciones de divorcio, violencia y abandono. Ya fuese para ordenarse religiosas y permanecer como monjas en la comunidad o tan sólo para cobijarse, conventos y beaterios acogieron a un incontable número de mujeres desamparadas ante la violencia ejercida contra ellas.

Plano de Toledo de El Greco, donde se aprecian señaladas con una cruz las 69 fundaciones religiosas.

Toledo siempre contó con más fundaciones religiosas femeninas que masculinas, alcanzando su cota de esplendor entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera del XVIII. Fue a partir del siglo XIV cuando el fenómeno de los beaterios comenzó a popularizarse, con el primero de todos, el de las Beatas de la Visitación o de la Reina, fundado en 1370 en unas casas que tenía la reina doña Juana, mujer de Enrique II. Incorporado posteriormente a la Orden Jerónima, al igual que otros beaterios como el de la Vida Pobre o el origen del actual Monasterio de San Pablo, fue el primero en abrirse en la ciudad, en la parroquia de San Bartolomé de San Soles. Le siguieron varios más, confirmando un fenómeno que muestra la necesidad de este tipo de instituciones en una ciudad y un tiempo en la que la exposición a la marginalidad y el abandono de muchas mujeres siempre fue alto. El último de ellos, en 1550, fue el Refugio de la Penitencia en Santa María la Blanca. Este beaterio, como el Colegio de Doncellas Nobles, fue una de las principales obras piadosas del Cardenal Silíceo, arzobispo de Toledo, en la cual posiblemente implicó a algunos de sus más estrechos colaboradores como el arquitecto Alonso de Covarrubias. Partiendo de la antigua sinagoga, se rediseñó su cabecera demoliendo el muro del hejal donde se custodiaba la Torah (el espacio sagrado de la sinagoga y hacia donde los judíos dirigían sus oraciones), construyendo varias capillas y un altar, presidiendo toda esta remodelación el retablo de Nicolás Vergara el Joven que hoy se encuentra en la iglesia de El Salvador. Retablo cuyo tema central, como no podía ser de otra manera, eran las grandes arrepentidas de la historia bíblica: María Magdalena y Salomé.

Espacio del altar y del retablo tras la conversión de la sinagoga en iglesia, con representación del Calvario y escudos de Silíceo

Según indican las Ordenanzas de la cofradía de la Santa Caridad de Toledo, encargada de la asistencia a presos, prostitutas, desvalidos y personas en riesgo de exclusión que diríamos hoy, varios viernes al mes algunos miembros de la cofradía acudían a la mancebía que se encontraba en el límite de la Antequeruela, junto a la Puerta del Vado, a recoger a las mujeres que se encontrasen allí y quisieran acudir a oír misa. El objetivo era que ellas tomasen conciencia de su situación, se arrepintiesen y abandonasen su oficio para recogerse en el beaterio de Santa María la Blanca. Allí podrían permanecer el tiempo necesario hasta que algún hombre obtuviera la dote necesaria para casarse con ellas, entregándose ellas mientras tanto a la oración y a la espiritualidad. Pero como las donaciones llegaban con cuentagotas tras la marcha de la corte a Madrid, desde el Cabildo catedralicio se decidió que ya que la antigua industria textil castellana estaba en quiebra tras la desastrosa expulsión de los moriscos en 1609, a las mujeres de Santa María la Blanca se les enseñaría a tejer y a fabricar textiles, para poder ganarse así su salario trabajando. De la oración redentora al trabajo redentor. El beaterio se encargaba de mantenerlas, de enseñarles un oficio que pudiesen desempeñar en la ciudad y de garantizarles ese «estado natural» al que todo cristiano debía aspirar, el matrimonio.

Fachada del Convento de Santo Domingo el Real de Toledo

Junto a estas mujeres en proceso de arrepentimiento y de abandono de la prostitución, sólo instituciones religiosas como los beaterios y los conventos abrían también sus puertas a otras mujeres que, de no ser por estos espacios, habrían perdido la vida a mano de sus maridos. Es bien conocido el caso de doña Mencía, esposa del «célebre» poeta toledano Lope de Stuñiga, acogida y defendida por las dominicas de Santo Domingo el Real cuando Lope quiso asaltar el convento acompañado de gente armada. Otros casos son menos conocidos, pero igual de gráficos para entender la función que cumplieron estos beaterios para algunas vecinas toledanas que siempre me gusta rescatar del archivo.

 

Mariana de Vivar, toledana y recogida en Santa María la Blanca

El 22 de mayo de 1621 doña María de la Trinidad, priora del beaterio de Santa María la Blanca, contestaba por carta una misiva recibida del Vicario General: «dijo que es verdad que en el Monasterio se acostumbra a recibir depósitos de mujeres honradas como la que pretende entrar». Con mujeres honradas se refería a mujeres que no hubieran ejercido la prostitución, pues estas eran «los depósitos» habituales que recibían en el beaterio. Y su respuesta se debe a la duda que asaltó al vicario al saber que otra mujer, doña Mariana de Vivar, sin ninguna intención de profesar como monja ni como novicia, con dinero suficiente como para mantenerse fuera, pedía que a toda costa que le abriesen las puertas del beaterio. Porque Mariana, «vecina de esta ciudad» de Toledo, había iniciado los trámites de divorcio con su marido, y había ido a refugiarse a casa de su madre, donde temía que «ha de suceder una desgracia» si era descubierta por su marido. No teniendo más familia ni apoyos que la pudiesen proteger, solicitaba acceder al beaterio «porque me temo que aunque esté en cualquier parte depositada me podía suceder grave desgracia, y para más seguridad me quería entrar en el Monasterio de Santa María la Blanca». Mariana era sincera y solicitaba ayuda y auxilio, consciente del papel de estas instituciones en relación a la situación de desamparo que vivían las mujeres. No quería ser monja ni vivir como tal, tan sólo quería sobrevivir, aunque para ello tuviese que vivir el resto de sus días en un convento.

Petició de Mariana de Vivar para recogerse en Santa María la Blanca (Archivo diocesano de Toledo)

La respuesta no tardó en llegar dada la peligrosa situación y riesgo que corría Mariana. Apenas dos días después, y  «para más seguridad de su vida», se daba licencia a Mariana «para que pueda estar [en] este Santo Monasterio pagando los alimentos que se acostumbran», o sea, costeándose ella misma los gastos de manutención, y aceptando que la protección tendría también otros costes: «que no salga del dicho monasterio sin expresa licencia» y, si saliese, que no volviese nunca a ser aceptada. Mariana podía recogerse libremente, aceptando unas condiciones especiales para vivir como beata sin serlo, como arrepentida y recogida sin serlo. Las condiciones de la priora, suponemos, serían aceptadas de buen grado por Mariana, que bien las conocería antes de solicitar el acceso, y en mayo de 1624 accedería al beaterio y evitaría que la furia de un marido abandonado terminase con su vida. No fue la única toledana acogida en Santa María la Blanca por motivos parecidos, y espero contaros en otro texto algún ejemplo más.

Acordaos cuando paséis frente a la puerta de Santa María la Blanca, cuya placa indica sólo que fue una sinagoga, que ese imponente monumento de estilo almohade ha sido menos tiempo sinagoga de lo que ha sido otras cosas, que su uso religioso judío cesó cuando fue expropiada para uso cristiano, y que sin apenas mutar en su aspecto ha tenido muchos y diversos usos hasta lo que hoy vemos. Santa María la Blanca es, quizá, uno de los mejores ejemplos en Toledo de lo que es el Toledo real y menos turístico, de los muchos y diversos toledos que ha habido en la historia de Toledo.

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