El lunes que viene se inaugura por fin la exposición principal en el Museo de Santa Cruz. Sé que buena parte se va a dedicar a la cultura en época alfonsí, con piezas contemporáneas pero también con otras mucho más modernas y actuales, fundamentalmente pinturas, que han servido en los últimos tiempos para afianzar en el imaginario colectivo la imagen de un rey sabio y erudito. Sin duda su labor cultural ha resultado siempre más interesante de historiar por la trascendencia que tuvo, pero pocas veces el resultado de esas investigaciones ha sido tan redondo como este libro que Paco Márquez Villanueva publicó en 1994: El concepto cultural alfonsí.
El concepto cultural alfonsí: más allá de la “Escuela de Traductores de Toledo”
Lo primero que tengo que advertir es que no voy a reseñar la edición original de 1994 sino la de 2004 en la Editorial Bellaterra, y os recomiendo encarecidamente que os hagáis con esta última. En esta reedición el autor incluyó un capítulo final titulado In lingua tolethana que es la mejor síntesis que uno puede leer sobre ese concepto y proyecto cultural alfonsí. ¿Por qué este libro de Márquez Villanueva sigue siendo casi 30 años después fundamental para entender el proyecto cultural de Alfonso X más allá de la “escuela de traductores” que nunca existió?.
El libro se entrega de forma absoluta al universo de las letras y de las traducciones que sentaron las bases de lo que Márquez Villanueva llamaba el proyecto cultural alfonsí. Para todo lo demás, os sigo recomendando el libro de Adolfo de Mingo que os reseñé el mes pasado. Por supuesto que hay constantes referencias a la labor historiográfica del rey, a la creación de lo que el autor llamaba sentimiento protonacional español, y al enorme trabajo de compilación y unificación jurídica de las Partidas. Pero a Márquez Villanueva le interesaba sobre todo el proyecto cultural y lingüístico.
El proyecto cultural alfonsí partió de una toma de conciencia clara por parte del rey, de un supuesto básico que el lector de este libro tiene que asumir también como propio alejándose de sentimentalismos e ínfulas nacionalistas: la Castilla de Fernando III y de Alfonso X estaba limitadísima intelectualmente y apenas contaba con un desarrollo cultural sólido (y mucho menos propio). Pero a la vez Castilla podía (debía) liderar la renovación cultural y situarse a la vanguardia de los reinos cristianos peninsulares, incluso de la cristiandad europea. Había mimbres pero estaba todo por hacer. La base del proyecto cultural alfonsí fue su apuesta por Castilla, por Toledo, porque percibía una superioridad efectiva y real gracias a dos factores: la herencia islámica y la ausencia del latín.
En Castilla la cultura latina era prácticamente inexistente. El prácticamente absoluto desconocimiento del latín era una desventaja frente a Europa, porque se había quedado atrás en relación a la formación de una cristiandad latina; pero a la vez era una ventaja para la renovación porque al no existir una lengua culta instaurada y extendida, tampoco iba a ser problemático implantar otra lengua para TODO, desde la ciencia a la política pasando por la literatura. El castellano no tendría rival como lengua vehicular de la revolución en ciernes, y lo que aparentemente era una debilidad se convertía así en una oportunidad. El escollo era disociar lo indisociable en Europa (la idea de que el latín y el saber iban de la mano), y eso aquí se pudo llevar a cabo sin problemas porque no existía un saber latino. El ejemplo de las elites religiosos teniendo que irse a estudiar a Francia, y de los miembros de cabildos catedralicios de Palencia o Compostela que no sabían ni firmar su nombre, es esclarecedor. Sólo quedaba apostar por el castellano para apropiarse del ingente saber heredero de Al-Ándalus que irrigase de alta cultura la pobreza castellana. “El abrazo integral del castellano, que destruía el monopolio del latín y lo relegaba a la categoría de lujo o entretenimiento para unos cuantos (…) Concebir la lengua castellana como propiedad común y terreno de encuentro para toda actividad intelectual, con independencia de religiones ni etnias” (p. 264). Esa fue la verdadera revolución y la base del proyecto.
Lo árabe, lo islámico, lo toledano
Tenemos ya el vehículo del proyecto, la lengua castellana. Surge una pregunta: ¿qué traducir, dónde encontrarlo? Es en ese punto donde emerge Toledo como la única alternativa, pues desde 1085 lo árabe y lo islámico seguían marcando el ritmo cultural de una ciudad que se resistía a dejar de ser lo que era. El saber mundial en época alfonsí se escribía en árabe y el único lugar al que los europeos podían peregrinar sin temor a conocerlo era Toledo. Trasladándolo al presente y haciendo un juego de escalas ciertamente arriesgado, entre los siglos XI y XIII Toledo era el Silicon Valley de la época.
Alfonso X entendía los saberes no cristianos en completa independencia del fenómeno religioso: la exactitud en los cálculos de los movimientos celestes hechas por un musulmán de Yazd nada tenía que ver con la fe del observante, por poner un ejemplo. Se alejó por completo del terreno de las artes liberales clásicas, acercándose a los saberes procedentes de las ciencias experimentales de las que musulmanes y judíos de Al-Ándalus habían participado y participaban como agentes activos de primer orden. Y eso no convertía al rey en maurófilo ni simpatizante de un islam al que aborrecía, pero sí en alguien que supo moverse entre dos mundos, que siempre osciló entre Oriente y Occidente siendo consciente de que lo más interesante y original de su proyecto cultural venía de Oriente. Un rey que estaba muy lejos de hacer suyo el término “tolerancia” moderno que tanto daño ha hecho a otro que sí que nos acercaría más a su programa político y cultural: el de convivencia, sin matices ni apellidos.
El desarrollo de una empresa intelectual como la que se llevó a cabo aquí respondía claramente a una necesidad: la de la apropiación del saber antiguo arabizado en siglos recientes. Era un trasunto de lo promovido varios siglos atrás por los califas abasíes. La primera “escuela de traductores” al uso, esta sí de forma física y promovida, ya había aparecido en Bagdad y Damasco con califas y mecenas como Al-Mamum, de quien el gran rey de la taifa de Tulaytula tomaría el nombre. Primero unos y luego otros se vieron en la necesidad de familiarizarse con algo que les resultaba ajeno pero que al conquistar nuevos territorios vieron que para los conquistados era algo habitual: el desarrollo científico y cultural. Los musulmanes arabizaron a partir del siglo VIII los saberes griegos y orientales, Alfonso los desarabizó y castellanizó a partir del XIII. Sencillamente, el centro de gravedad del saber fue cambiando de lugar, desde Bagdad a Córdoba y de Córdoba a Toledo.
Toledo era y no era parte de Al-Ándalus en el siglo XIII. Seguía unido a esa realidad cultural andalusí pero en cambio era ya una ciudad cabeza de Castilla, sede episcopal, con la frontera de la guerra a cientos de kilómetros. Al norte de la frontera cualquier propósito de reconversión y renovación cultural pasaba siempre por lo mismo: reunir a frailes y clérigos y hacer de ellos los agentes de la reforma. Jamás se pensaría en reunir a musulmanes y judíos para ello, habría sido absurdo y escandaloso. Pero en ciudades como Toledo lo que no tenía sentido era reclamar a los clérigos ponerse a la vanguardia de proyectos de renovación cultural, por eso Alfonso X hizo lo contrario: “unas condiciones únicas para la colaboración intelectual entre gentes de diversas religiones. El intercambio científico el que se asienta la tarea alfonsí era en España un fenómeno decididamente urbano y centrado mayoritariamente sobre Toledo. Una tradición única y autóctona para la cual moros y judíos, y no ya clérigos, encarnaban el ideal de la más alta cultura profana” (75).
Toledo seguía siendo en gran parte Tulaytula. La enseñanza se hacía a la islámica, privada, entre particulares, sin que la iglesia tuviese influencia ni poder. Y sin centros físicos, institucionalizados como esa supuesta “escuela de traductores”, uno de los mayores mitos que arrastramos desde que hace casi 200 años un Amable Jourdain acuñase el término. La base técnica y humana para ese proyecto cultural alfonsí ya estaba en Toledo desde hacía dos siglos. Traductores pero también bibliotecas, copistas, talleres de producción de papel y de encuadernación, de comerciantes de libros y posibles editores y un sinfín de profesionales de la cultura y del mundo de la edición necesarios para la renovación. Sería un error quedarnos sólo en los pocos nombres de los traductores que conocemos o en las obras traducidas (sabemos que hemos perdido noticias de muchas otras que lo fueron y de las que no sabemos nada), porque detrás de esta empresa había un mecanismo perfectamente engrasado antes y durante el reinado de Alfonso X. Gentes atentas a textos novedosos e ideas de vanguardia, con los ojos atentos a lo que al otro lado de la frontera seguían haciendo en Córdoba hombres como Averroes y Maimónides, que se conocían y traducían ya en Toledo probablemente en vida de ambos. “No se está, pues, en presencia de novedades ni de rupturas, sino de circunstancias excepcionalmente favorables para la conservación de formas de una sociología cultural islámica llamada a un nuevo florecimiento bajo dominio castellano” (p. 286)
No hay indicio que lleve a pensar que esta renovación estuvo amparada por ninguna de las dos cabezas que regían todo, la Iglesia y la corona. Más bien, todo fue fruto de la permisividad, de la inacción de los mandatarios, de la ausencia de condenas que se venían repitiendo por Europa y aquí no llegaban a calar. La clave es que unos y otros, reyes y arzobispos, evitaron obstaculizar el libre ejercicio de un trabajo que rendía tributo al saber no cristiano (y laico) y que rozaba a veces la heterodoxia, lo prohibido. Ese fue el verdadero papel de Alfonso y la clave de su proyecto cultural: dejar hacer a quienes sabían, sin financiarlos pero sin perseguirlos.
La inacción como mejor forma de gobierno cultural. Y quienes sabían en aquel Toledo, eran los judíos, cristianos y aún algunos musulmanes herederos de la lengua y cultura andalusí, unidos a quienes más allá del norte de la frontera llegaban a una ciudad segura -aunque heterodoxa- ávidos de conocimiento y de libros. “Un esfuerzo tan fructífero, tan prolongado es sólo concebible sobre el fondo de una sociedad dispuesta a limitar los alcances del conflicto religioso, como de un modo tácito ocurría en conjunto bajo el islam y también en ciertos ambientes urbanos de la España de aquellos siglos. Una labor (…) eminentemente hispana a pesar de incluir a muchos nombres extranjeros, que sólo allí [en la Península Ibérica] encontraban los medios y el ambiente adecuado para el logro de sus tareas” (p. 82).
El concepto cultural alfonsí
Una neutralidad benévola que habría sido imposible con la condena por parte de alguna autoridad de alguna traducción o trabajo de enseñanza. La convivencia como base del concepto cultural alfonsí era eso, sin más. Y funcionó.
La primera noticia de disturbios en contra de la comunidad judía la tenemos ya en 1108, derivada de la batalla de Uclés, a penas 25 años después de la conquista de Alfonso VI. Pero cuando la conquista y la frontera se estabilizaron, la violencia desapareció de un plumazo. Ni violencia, ni polémicas religiosas ni contiendas doctrinales como las que sí se desencadenaron en Francia en relación con la obra de Averroes.
Aquí se trabajaba sin atender a esos debates condenatorios y ortodoxos, y en un clima tenso, quizá, pero ajeno a la destructiva visión del resto de Europa. En París no existía la pluralidad religiosa, aquí sí, independientemente de si gustaba más o menos a quienes participaban de ella. Era un hecho y había que regularla, aceptarla, sin que nadie pensase en la posibilidad de exterminar al vecino que no piensa como él. Podríamos decir incluso que había que imponerla, con leyes y ejemplaridad, y sólo así se explica ese entendimiento.
En los equipos de estudiosos y traductores se vivía a diario con esa realidad diversa. Por tanto, en ningún otro lugar hubo más posibilidades de que esa convivencia saltase por los aires con condenas de proposiciones e ideas. Per lo que sucedió fue lo contrario: un proyecto común. “Por encima de muchas paradojas, o quizá a causa de ellas, la “escuela de traductores” toledanos cuenta así como uno de los capítulos más positivos y consoladores de la historia intelectual de Occidente” (p. 290).
Claramente, el proyecto cultural alfonsí funcionó y por eso hoy recordamos a un rey ciertamente manoseado por la historiografía reciente, pero innegablemente decidido a no ser recordado como un cruzado ni un guerrero, en la línea de los reyes y califas islámicos, pero militantemente cristiano. Es significativo cómo los apelativos que tuvo en años más cercanos a los suyos fueron “el Astrólogo” pero también “el Grande”, este último puesto por otro español, Ibn al-Jatib, heterodoxo como él pero nacido en Loja varias décadas después. Hoy tantas veces reducimos aquellos siglos a enfrentamientos religiosos y polémicas teológicas que nunca existieron, trasladando al pasado visiones ideológicas del presente. Pero los puentes entre uno y otro, entre el mundo de Alfonso X en Castilla, Ramon Llul en Aragón o Ibn al-Jatib en Granada eran más cortos y estrechos de lo que pensamos. Uno de esos puentes hoy perdido bien podría ser este libro de Márquez Villanueva. Os animo a cruzarlo para entender plenamente al protagonista del centenario de este año, más allá de los tópicos.
[La mejor manera de que puedan llegarte las entradas que publico es suscribirte al blog. Hazlo aquí (si aún no lo has hecho), y así no te perderás ninguna. Y cuando la recibas y leas, anímate y participa con algún comentario]