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La llegada de los judíos a la Península Ibérica todavía es en gran medida un misterio. Nunca sabremos cuándo precisamente llegaron nativos del reino de Judea al otro lado del Mediterráneo. Uno de los principales motivos es que los judeos que llegaron a la Península no se pudieron distinguir del resto de la población fenicia, oriental, o directamente romana que colonizaron lo que se llamó Hispania. Fue en época romana cuando se puede identificar a los judíos peninsulares como un grupo definido.

Bajorrelieve en panel sur del arco de Tito (siglo I d.C., Roma). Procesión de victoria romana sobre la primera guerra judía (66-73 d.C)

La tendencia historiográfica tradicional para entender la llegada de los judíos a la Península fue la de verlos como un elemento foráneo que se asentó en una Hispania cada vez más romanizada. Pocos plantearon esa llegada como parte íntegra de la romanización en sí, entendiendo la “romanización” como el proceso en que un territorio se integra en el sistema político, y las redes económicas de un Mediterráneo cada vez más unificado. Esto queda claro si analizamos los primeros materiales arqueológicos que atestiguan esta presencia judía hispana.

Historiográficamente existen testimonios, ya sean bíblicos como de autores clásicos que apuntan a una presencia hispanojudía a inicios del siglo I a.C. Según relata Flavio Josefo (Antigüedades de los judíos, XIV, 7:2), el geógrafo Estrabón ya apuntó dificultad de encontrar una región del mundo sin la presencia de judíos habitando en él, cosa que incluye Hispania. Asimismo, la aparente intención de Pablo de Tarso de visitar Hispania (Romanos 15:24-28) apunta a la presencia ya establecida de comunidades judías en esta región hacía mediados del siglo I d.C.

Arqueológicamente tenemos evidencia que hacía finales del siglo I a.C. o inicios del I d.C. ya había comunidades judías en algunas ciudades o centros hispanos. De esta época se fecha un ánfora con letras hebreas דו (leída como “do” o “dv”) en Mallorca que atestigua un contacto comercial con el reino de Herodes el Grande [Luis García Iglesias, Los judios en la España antigua (Madrid: Cristiandad, 1978), 50-51]. Fechado al siglo I d.C., previo a la destrucción del Templo de Jerusalén el año 70 por las tropas de Tito, son hallazgos numismáticos en ciudades antiguas de importancia como Ampurias (Emporion) o Mértola (Myrtilis, Portugal) con origen en Judea, afirmando la existencia de comunidades en contacto con la (entonces) rica provincia oriental [Eduardo Ripoll, José María Nuix, y Leandro Villaronga, «Monedas de los judíos halladas en las excavaciones de Emporiae», Numisma 26 (1976): 59-66; Rui M. S. Centeno y Valladares Souto, «Depósito de moedas da Judeia achado em Mértola», Nummus, 2a, 16-20 (1997 de 1993): 197-204.].

Existen varios factores que nos hacen entender por qué justamente es en el cambio de era, en época de la monarquía herodiana en Judea, surge la visibilidad de comunidades judías en la Península Ibérica. En primer lugar, a diferencia de épocas anteriores en la historia mediterránea, el siglo I a.C. se define por la cimentación definitiva de la Pax Romana. Si bien es verdad que el término en sí tiene mucho de propaganda del emperador Augusto más que una realidad cotidiana ya establecida hacía el siglo II a.C., lo cierto es que con el fin de las Guerras Civiles las rutas comerciales y, por ende, las de comunicación permitieron un fácil y seguro transporte de personas e ideas. Las comunidades judías ahora podían comunicarse con mayor facilidad con el reino de Judea.

 
Maqueta del Templo de Jerusalén de época herodiana (siglos I a.C. – I d.C.), en el Museo de Israel.

En segundo lugar, desde época de César el rey Herodes el Grande comenzó a establecer obras públicas de enorme calado en su reino, para entonces cliente de Roma. Esto se da con la construcción de Cesarea Maritima en la costa del Mediterráneo Oriental, y la monumental ampliación de la explanada del Templo de Jerusalén, hoy la explanada de las Mezquitas, cuyos restos se dan hoy día en el Muro de las Lamentaciones. Algunos autores señalan que no sólo se buscó congraciarse con el poder de Roma y afirmar su poder ante una élite local muy hostil a su reinado, sino además aumentar el peregrinaje a Jerusalén de personas de la periferia judea (como Galilea) o de la diáspora, menoscabando la influencia de estas élites [Martin Goodman, «The Pilgrimage Economy of Jerusalem in the Second Temple Period», en Jerusalem: Its Sanctity and Centrality to Judaism, Christianity and Islam, 1999]. Esta política parece haberse mantenido durante los reinados de los descendientes de Herodes, hasta la destrucción del Templo en el 70 d.C.

En tercer lugar, se da el desarrollo de un judaísmo integrado en el sistema imperial romano, permitiendo la presencia de estas poblaciones en varias ciudades en Hispania sin que pierdan su identificación como judíos. En realidad, conocemos muy poco de los rituales, organización, y vida social de las comunidades judías en la diáspora mediterránea previa a la destrucción del Templo. Sin embargo, sabemos que tenían el privilegio otorgado por el emperador Augusto de evitar el pago de impuestos como habitantes de poleis locales, reemplazándolo con el impuesto sagrado del medio shekel al Templo de Jerusalén. Esto fue una causa de profundas tensiones en ciudades de mayoría helénica en oriente, provocando disturbios en lugares como Alejandría en Egipto o Berenice en Cirenaica [Lo recoge bien Shim’on Applebaum, Jews and Greeks in ancient Cyrene (Leiden: Brill, 1979)].

 

Moneda del procurador romano en Judea Marcus Ambivulus, que gobernó entre los años 9 y 13 de nuestra era. Este tipo de monedas de cobre son los que se encontrarían en Mértola, aunque en Hispania la mayoría son de Valerius Gratus, entre los años 15 y 26.

 

Todo lo anterior nos apunta que la llegada de los judíos a la Península Ibérica, o al menos su visibilidad historiográfica y arqueológica, son producto de la romanización del Mediterráneo, y particularmente en Hispania.

Si bien esto debería ser evidente dados los testimonios, autores de importante calado académico en España presentan otro matiz. En su clásico de la historia judía, García Iglesias apunta a que los judíos eran imposibles de absorber por las comunidades que les acogieron, y en consecuencia se mantendrán como elemento foráneo durante los siglos venideros [García Iglesias, Los judios en la España antigua, 13]. Lo “romano” y lo “judío” se contraponen, cosa que luego se traduce a lo “cristiano” y lo “judío” en época posterior. En una línea similar está la obra de García Moreno Los judíos de la España Antigua. Siendo una obra contestataria a la de García Iglesias, sin embargo, concuerda en la separación de los judíos del resto de la población peninsular a su llegada. En su libro, García Moreno escribe sobre supuestas “aljamas”, y sobre todo la falta de integración socioeconómica de éstos en el mundo antiguo y tardoantiguo [Luis García Moreno, Los judíos de la España antigua (Madrid: Ediciones Rialp, 2005), 49-61].

Otros autores como Sayas Abengochea [«Cuestiones controvertidas acerca de los judíos en la Historia Antigua peninsular», en Espacio, Tiempo y Forma, II, Historia Antigua, 6 (1993)] y Gonzálbes Craivioto [ «En torno a los judíos en la Hispania romana», en Doctrina a magistro discipvlis tradita: estudios en homenaje al Prof. Dr. D. Luis García Iglesias, Madrid: Ediciones UAM, 2010], escribiendo ya en el siglo XXI, siguen la discusión sobre la representatividad de la evidencia arqueológica y epigráfica judía en la Península y su representatividad de la realidad social e intelectual de estas comunidades. Sin embargo, se evita cuestionar la supuesta contradicción artificial entre “romano” y “judío”. Se trata, en palabras del eminente historiador norteamericano Yossef Hayim Yerushalmi, de un “ghetto historiográfico” [«Medieval Jewry from Within and from Without», en Aspects of Jewish Culture in the Middle Ages, Nueva York: Albany: State University of New York Press, 1979]. O más bien en contexto español, una “aljama historiográfica”. Dicho de otro modo, de la marginación de la comunidad judía del devenir de la historia “habitual”.

En defensa de la producción intelectual española, cabe señalar que este mito no fue siempre dominante. Influido por nociones de un romanticismo nacionalista, con toques posteriores de positivismo historiográfico, José Amador de los Ríos (1818-1878) – junto con Adolfo de Castro en 1847 – será un pionero de la historia académica del judaísmo peninsular (si no el europeo) con su obra Estudios históricos, políticos y literarios de los judíos en España en 1848. En una de sus obras más tardías, la Historia social, política y religiosa de los judíos en España y Portugal (tres volúmenes, 1875-1876), Amador de los Ríos presenta una comunidad judía incapaz de producir un “arte propio” en el sentido nacionalista al carecer de un Estado. Sus logros arquitectónicos y artísticos son de la “civilización castellana” que deriva de la “latino-bizantina” peninsular, cosa que desarrolla en otras obras de décadas pasadas [Historia social, política y religiosa de los judíos de España y Portugal, Madrid: Imprenta de T. Fontanet, 1875].

 

Hejal de la Sinagoga de Samuel Haleví o del Tránsito, s. XIV (Foto: David Utrilla)

Por ejemplo: ¿Cómo uno explica la sinagoga del Tránsito en Toledo? Simplemente los judíos se hicieron “expertos” incuestionables de la producción cultural castellana. Para Amador de los Ríos, los judíos son precisamente exponentes de “lo hispano”, y no un elemento aislado del resto de la sociedad. Esto es lo que ciertamente se da en el caso de una de sus primeras publicaciones populares, Toledo Pintoresca, de 1845 [Toledo pintoresca, o descripción de sus más célebres monumentos, Valladolid: Maxtor, 1845].

Dejando de lado la postura de Amador de los Ríos, en el que el estilo artístico se vincula fuertemente a una idea de “soberanía nacional”, lo cierto es que su trabajo fue en gran medida innovador en el panorama intelectual europeo dominado por una admiración infantil a lo germánico/ario. Sin embargo, acabó siendo poco influyente, con el surgimiento de posturas más positivistas como las de Fidel Fita y Colomer (1835-1918), eminente epigrafista y hebraísta. En consecuencia, tanto en entornos españoles como internacionales, se afirmó la invisibilidad de la historia judía. En el mejor de los casos, se menciona como un capítulo o sección aparte, sin mucha relevancia para el devenir de los pueblos europeos y mundiales.

La evidencia arqueológica mencionada al inicio de este artículo, unido al creciente volumen de estudios sobre historia y arqueología judía en variados contextos, está forzando una revisión de las posturas ideológicas anteriores. La “romanización” implicó la integración y mixtura de etnias y comunidades religiosas distintas a lo largo y ancho del Mediterráneo. La visibilidad arqueológica no se limita a una reconstrucción de sociedades monolíticas representativas de las autoridades políticas y culturales, sino además nos presenta con minorías, conflictos, resistencias y heterodoxias. Asumiendo la existencia inevitable de tales minorías en sociedades del pasado, uno construye una imagen histórica más precisa y menos propensa a idealizaciones modernas. Por lo tanto, “lo romano” incluye “lo judío”, que no sólo se complementan, sino se contribuyen en el proceso de romanización de Hispania. Rompiendo este mito contribuye con una noción de la historia con mayor diversidad y, lo que es más importante, vacunada de muros divisores que imponen identidades arbitrariamente excluyentes.

Todo esto no responde a preguntas que siguen siendo pertinentes, a saber: ¿por qué llegaron los judíos a una tierra tan lejana como Hispania? ¿Cuál fue su relación con el Templo y Judea? ¿Cambió su vida drásticamente con la destrucción del Templo en el 70 d.C.? A partir del siglo II de nuestra era, ya en época del emperador Adriano y sus sucesores, las comunidades judías en el Mediterráneo empiezan a adoptar otras formas de expresar su identidad si nos guiamos por los epígrafes encontrados. Los judíos del siglo I, a diferencia de sus descendientes en época posterior, son menos explícitos con su judaísmo – a pesar o precisamente por la mayor tolerancia a esta identidad por parte de las autoridades romanas. No sabemos si se organizaban en sinagogas, como sus compatriotas en Roma capital o en la isla griega de Delos, donde se evidencian referencias y restos arqueológicos de sinagogas del siglo I d.C. Tampoco sabemos siquiera qué lenguas hablaban, aunque de paralelos en Roma se asume que mantuvieron un habla griega por mucho tiempo tras su llegada.

Sabemos muy poco, y no hay que pretender tener las respuestas a estas preguntas. Aun así, formularlas es ya una victoria ante siglos de marginación en la historiografía convencional. ¿Quién sabe? Puede ser que en un futuro cercano se podrán ver en museos a judíos viviendo (aunque no necesariamente conviviendo) en una vida romanizada junto a sus vecinos gentiles. Sin esta imagen a la antigüedad hispana faltará una pieza importante para entenderla.

 

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Hoy este blog vuelve a contar con la colaboración de un buen amigo, Álex Bar-Magen, autor del texto que acabas de leer. Cuando le pedí que participase en el blog le expuse mis muchas dudas sobre la historia y la arqueología del «Toledo judío» (del que no soy en absoluto especialista), y se decidió por escribir algo que desde hoy me sirve como referente para citar en mis rutas cuando alguien me pregunte: ¿y cuándo llegaron los judíos a Toledo? Aquí os dejo este ensayo intentando clarificar cómo desde la arqueología y despojando de mitos la historia de Sefarad, la historia es siempre más compleja de lo que nos gustaría.

Alexander Bar-Magen es doctor en arqueología por la Universidad Autónoma de Madrid. Su área de especialidad es la arqueología de los judíos en la Antigüedad Tardía y la Edad Media, con énfasis en la Península Ibérica. Durante su trabajo estudió aspectos de la cultura material judía antigua durante el primer milenio, la relación entre arte judío y cristiano, la presencia (o ausencia) de sinagogas y su expresión arquitectónica en la Península Ibérica. Puedes consultar algunos de sus trabajos e intereses en su perfil académico.

 

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