«En el Santo Oficio de Toledo, a trece días del mes de octubre de mil y seiscientos y sesenta y seis años, estando el Señor Inquisidor Licenciado Don Lorenzo Chacón y Fajardo, en su audiencia de la tarde pareció en ella sin ser llamado (…) Licenciado Don Agustín Moreto, clérigo presbítero vecino de esta ciudad y capellán del Eminentísimo Señor Cardenal Aragón, Arzobispo de Toledo». Con esta delación voluntaria Moreto, uno de los poetas y dramaturgos más reconocidos de la historia de la literatura española y vecino del barrio de San Nicolás, desencadenaba un proceso inquisitorial tras declarar cómo una mujer, en el lecho de muerte, le había confesado a él «un caso que le pareció a este declarante que tocaba a este Santo Oficio». Es decir, una herejía, un pecado y a la vez un delito cometido por una famosa toledana llamada María, vecina de la Plaza del Solarejo, acusada de hechicería.
Agustín Moreto y las brujas, entre lo literario y lo real
Comparado con Calderón, Tirso o Lope, Moreto es un dramaturgo menos conocido a nivel popular, aunque excelentemente estudiado y renovado en el ámbito académico. Su esplendor comenzó hacia 1654, coincidiendo con el inicio del periodo en que el joven marqués de Eliche se hacía cargo de las fiestas para los reyes y sus cortesanos. A esa etapa moretiana corresponde el Entremés de las Brujas (1654) en el que Moreto hizo protagonistas a unos ladrones travestidos de brujas, uno de los personajes más recurrentes de la literatura española en un tiempo en que la brujería y el demonio se tomaban bastante en serio. Es difícil imaginar el asco y el miedo que causaban las brujas. En una sociedad mayoritariamente analfabeta y supersticiosa, cualquier acontecimiento inexplicable (una muerte inesperada, una lluvia torrencial, un eclipse) sólo podía ser manifestación de un poder superior, ya fuese divino o demoníaco. Clérigos como Moreto conocían bien la doctrina de santo Tomás de Aquino, un absoluto defensor de la existencia del demonio que negaba que estos fuesen fruto de la imaginación humana. El propio Moreto recurrió al demonio en muchas de sus comedias. Todo el mundo creía en dios y, por tanto, en el demonio, que se manifestaba en muchas ocasiones gracias a las brujas, odiosas y odiadas que sólo querían subvertir el orden natural y la creación divina. Según la tradición, las brujas, a diferencia de las hechiceras, eran antisociales, habían renunciado a servir a Dios -para servir al demonio- y a la vida urbana, eligiendo la vida rural y alejada de los centros urbanos. Fuera del orden, fuera de la sociedad, su único propósito era hacer daño. El odio y temor se manifestaba en la sociedad real y en personajes ficticios como el regidor del entremés de Moreto, que pedía «ahorcarlas en más justo, que no vuelvan a darnos más disgusto». Afortunadamente, aunque parezca contradictorio, la inquisición española no hizo suyo el odio popular, y las famosas -pero infundadas- muertes en la hoguera de brujas españolas se dieron sólo en un algunas ocasiones, sin duda la más conocida la de Zugarramurdi. El destierro y los azotes fueron las penas más habituales para aquellas mujeres.
Bruja según el Compendium about demons and magic (Wellcome Library, Mss. 1766)
Las brujas del Entremés de Moreto atemorizan a gente inocente, conocían hechizos y encantamientos para engañar a un buen hombre con una propuesta que una y otra vez, durante toda la Edad Moderna, aparece en las acusaciones a brujas (y algún brujo) recogidas por la inquisición: que embaucan con sus poderes y brebajes tóxicos a la gente para encontrar tesoros escondidos, abandonando el pacto divino adquirido con el bautismo y firmando uno nuevo con Lucifer. Hoy puede parecer un disparate, pero es algo que se creía y se defendía por teólogos y juristas, las elites intelectuales. El camino por el que el demonio accedía a nuestro mundo era muchas veces a través de las brujas. Y Moreto, en 1666, creyó encontrarse con una de ellas.
Hacia 1661 Moreto comenzó a distanciarse de la corte, abandonó Madrid y vino a Toledo, entrando al servicio de los arzobispos Moscoso y Pascual de Aragón como capellán y clérigo de la Hermandad del Refugio. Esta Hermandad poseía un asilo en donde hoy sólo queda recuerdo de su más célebre capellán, la Cuesta de Agustín Moreto, a la espalda de la parroquia de San Nicolás. Con el paso del tiempo, como os contaba en la entrada del otro día, este refugio y tantos otros se convirtieron en casas de acogida para mujeres sin posibilidad de mantenerse o, en muchos casos, con voluntad de abandonar la prostitución.
Aunque Moreto no dejó de escribir en su estancia toledana, entre los años 1665 y 1667 el luto por la muerte de Felipe IV cerró los corrales de comedias y paralizó la actividad teatral. Moreto vivía sus últimos años de vida dedicado al Refugio y a la vida religiosa toledana. Fue entonces cuando, durante la última confesión de una joven moribunda del refugio, Moreto se escandalizó y decidió acudir a la cercana plaza de San Vicente a denunciarlo al Santo Oficio. Lo que contó tiene mucho que ver con lo que escribió en 1654 sobre aquellas brujas, en las que a todas luces parece que creía firmemente.
María, la que sabe de esto
María vivía en la plaza del Solarejo y sus vecinas conocían bien que «sabía de esto». Condicionadas por la pobreza que magistralmente ha analizado Silvia Federici en el libro que os he enlazado más arriba, muchas de estas mujeres vivían su día a día pensando sólo en subsistir. María había sido una de ellas, pero había aprendido de esto junto a otras vecinas, y ese de esto no era otra cosa que una serie de oraciones y sortilegios para adivinar dónde se escondían tesoros y remedios botánicos relacionados con la salud y la higiene femenina. Saber de esto era, en definitiva, ser hechicera. María sabía hacer «ciertas ceremonias (…) y ciertas oraciones» con las cuales sus clientas podrían saber dónde se escondían unos collares de oro o un tesoro y cómo encontrarlo. También a ella acudían muchas vecinas de la plaza de la Magdalena creyendo estar hechizadas por tener una de ellas un bulto que, después de ser inspeccionado por María, había sabido que «dicho bulto no procedía de hechizos sino de ventosidad, y que le dejaría un remedio que ella le aplicaría (…) y la untó el bulto que tenía en el lado, sin que esta viese [ni] dijese cosa alguna, y luego le puso un paño blanco encima sin hacer otra cosa». Y funcionó, sencillamente, con una pomada natural y probablemente un paño húmedo caliente. María ejemplifica todo aquello que eran las mujeres acusadas de brujería y hechicería: unas depositarias de tradiciones médicas, botánicas y curativas efectivas combinadas con remedios infundados e inútiles, tanto como las sangrías que aplicaban como norma los médicos. Con todo ello creaban un halo de misterio en sus consultas, en las que se mezclaba la quema de inciensos, los trucos de ilusionismo y oraciones a San Antonio de Padua o a Santa Elena. Cuando funcionaba, las vecinas volvían; cuando no, por despecho, denunciaban. Unas y otras se necesitaban, sólo así se entiende este fenómeno de la hechicería, mayoritariamente por y para mujeres. Sus historias no tienen nada que ver con la magia ni el misterio, sino con la posibilidad de subsistir en una sociedad absolutamente patriarcal. Pero para la inquisición, en muchos casos como este, ser mujer era un atenuante del delito.
María sanaba, pero también ayudó a muchas vecinas a huir de una represión sexual asfixiante, facilitando como alcahueta encuentros esporádicos. Nunca traspasaba la línea de lo sobrenatural, pues su negocio dependía de ello. Una vez más, lo que se nos muestra en el caso español es la abundancia de celestinas y la práctica ausencia de brujas, algo que podemos conocer bien gracias al detenimiento con que la inquisición llevaba a cabo y recogía por escrito sus procesos. También gracias a esto conocemos la colaboración de Moreto con el tribunal del Santo Oficio toledano.
Firma de Moreto en un documento del AHPTO
Tres Marías son las protagonistas de esta historia. María la hechicera, María de Castro la clienta y López, la joven del Refugio confesada por Moreto. Esta última le contó una historia que muestra lo habitual de las infidelidades y amancebamientos, por más que el sexto y noveno mandamiento lo condenasen y la inquisición lo persiguiese. Pero también la miserable situación de muchas mujeres, a quienes la hechicería se presentaba como único remedio de sus males. Mari, antes de terminar en el Refugio junto a Moreto agonizando, servía en la calle del Ángel en casa del cirujano Diego López y de doña María de Castro, que estaba amancebada con el guarda de la desaparecida Puerta de San Martín. A estas relaciones extramatrimoniales ayudaban mujeres guiadas más por la supervivencia que por la superstición, como María la hechicera, que facilitaban estos encuentros y cobraban por ello. Nadie dudaba entonces de que brujas y hechiceras peleaban con sus maléficas armas contra la moral sexual establecida por el catolicismo. En aquella casa María encontró también otra posibilidad de negocio, pues María de Castro andaba buscando a una hechicera «para que le diese modo como matar a su marido Diego López», que le daba mala vida según contó, y así poder seguir libremente amancebada con su amante. Según su declaración, María la hechicera preguntó a su clienta «¿cómo quiere Vuesa Merced que le haga matar a su marido, quiere que se le traiga muerto a puñaladas, o que se muera dentro de tres días, o de quince, o de veinte?». La esposa eligió la muerte más tardía y María, la hechicera, se retiró a preparar «unos polvos confeccionados para que dicha María de Castro se los echase en el potaje a dicho su marido cuando comiese» para que muriera lentamente.
Tras escuchar esta declaración que Moreto había obtenido confesando a la joven moribunda, la Inquisición se presentó en el Refugio de inmediato esperando encontrar con vida a Mari López para poder corroborarla. Moreto dijo que acudió al tribunal contando con el permiso de la joven moribunda, aunque bien podría también haber roto el secreto de la confesión y haber tomado motu proprio la decisión de delatarlos. Nunca lo sabremos. Los jueces encontraron a Mari López agonizante, pero aún con fuerza como para confirmar el intento de asesinato. Con la confirmación, la Inquisición dio comienzo al proceso contra María la hechicera.
María era «pequeña de cuerpo, flaca, morena, ojos encarnizados de edad de más de cincuenta años». Pero sobre todo era pobre «y dijo que los bienes que tenía eran todos una miseria, porque vivía de lo que le daban de limosna». El inventario de lo que le fue requisado dejaba poco lugar a dudas: unos puñados de hierbas, algunas estampas e imágenes de santos, un poco de sebo, unos puñados de bellotas, un jubón y unas camisas, un librillo con los Evangelios y unas cuantas reliquias de santos. María era más beata que bruja, una pobre mujer obligada a sobrevivir aplicando los conocimientos que sabía. Y era pobre en un tiempo en el que mendigos, gitanos y hechiceras eran tratados de forma parecida, siglos antes de que conociésemos lo que significa la aporofobia que hoy ya nadie discute. María era vieja y viuda, además, y eso coincidía con lo que muchos teólogos y juristas defendían que eran las brujas: antisociales, solas, viejas. Sabía perfectamente santiguarse y rezar, y comulgaba y confesaba frecuentemente en la Magdalena, su parroquia. No sabía leer ni escribir y había trabajado cosiendo, haciendo colchones y hasta amortajando muertos. El caso era sobrevivir. Por eso, al enviudar decidió elegir el camino de la hechicería en vez de la mendicidad o la prostitución.
María reconoció a los jueces que santiguaba a las personas, que les decía oraciones para curar el mal de ojo, pero sobre todo que su conocimiento era hacer «algunos medicamentos para curar diferentes achaques» cociendo distintas hierbas, bañando con pomadas las piernas y brazos a quienes tenían problemas circulatorios, preparando jarabes «para quien tiene malo el pecho que se hace de azufaifas, higos negros, anís y azúcar cande y blanco» y otros para la gripe o las piedras en el riñón. Herencia botánica popular incuestionable y libre de sospechas, pero por si acaso reconocía que «cuando hacía los medicamentos referidos decía esta en el nombre de la Virgen María y de la Santísima Trinidad: hago este medicamento para que si conviene dé dios salud a …» las clientes que se lo pedían. María nunca llegó a verse como una hechicera y su perfil encaja con las curanderas rurales que aún hoy siguen existiendo. Pero el fiscal entendía algo distinto, pues le acusó de 18 razones distintas, desde la más inocente hasta la más grave y dada por verdadera tras la denuncia de Moreto: el intento de asesinato del marido de una clienta.
Violencia contra una mujer en el dibujo No quiere de Goya (Museo del Prado)
Destierro, vergüenza pública y privada perpetuamente de curar
María no consiguió probar completamente su inocencia ante un tribunal que siempre insistía en que sólo se sentaban ante ellos quienes ya habían sido suficientemente culpados. Era María quien debería probar su inocencia, y no lo consiguió. El día 11 de octubre de 1667 fue sentenciada, después de pasar un año en la cárcel, a salir en forma de penitente con un sambenito y sin coroza al siguiente auto público de fe, «sea privada perpetuamente de curar, aunque sea con medicamentos naturales» y desterrada de Toledo por cuatro años. María perdía así su única vía de subsistencia, aunque no sabemos dónde llevó a cabo su destierro ni si pudo continuar o no haciendo uso de sus conocimientos. Y Moreto volvería a sus quehaceres literarios. Su colaboración con la Inquisición, como la mejor conocida del Greco, hay que entenderla en su contexto, sin escandalizarnos. La inquisición existía porque contaba con un respaldo masivo entre la población. Por entonces Moreto andaba ultimando su última obra que quizá no llegó a ver terminada pues murió en 1669, en su casa del barrio de San Nicolás de Toledo. En ella, Santa Rosa del Perú, Moreto ensalzaba la vida de la primera santa de América, estableciendo una rotunda defensa de la lucha que los soldados y frailes católicos desempeñaban durante la conquista americana para acabar con la idolatría indígena. Idolatría que el demonio dirigía alentando a los «espíritus nocivos infernales, opuestos a las luces celestiales» a combatir a los conquistadores españoles para defender «esta tierra, que era siempre mía, donde siempre reinó mi idolatría». Moreto murió convencido de la existencia del demonio, quién sabe si incluso más que María la hechicera, que fue acusada de pactar con él sin tan siquiera haberlo nombrado.
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