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«El género importa en el mundo entero. Y hoy me gustaría pedir que empecemos a soñar con un plan para un mundo distinto. Un mundo más justo. Un mundo de hombres y mujeres más felices y más honestos consigo mismos. Y esta es la forma de empezar: tenemos que criar a nuestras hijas de otra forma. Y también a nuestros hijos (…) El problema del género es que prescribe cómo tenemos que ser, en vez de reconocer cómo somos realmente. Imagínense lo felices que seríamos, lo libres que seríamos siendo quienes somos en realidad, sin sufrir la carga de las expectativas de género»

(Chimamanda Ngozi Adichie, Todos deberíamos ser feministas)

 

Esta semana pasada hemos tenido algunas rutas dedicadas a la historia de las mujeres toledanas. En todas he partido de la misma introducción para entender el contexto en el que nos íbamos a mover: el paso de las sociedades feudales a la sociedad capitalista siguiendo a Silvia Federici y el mundo «moderno» del Renacimiento y de la Edad Moderna que arrancó con una polémica fundamental en torno a la naturaleza y el valor de las mujeres y de lo femenino: la Querella de las mujeres.

 

                          La Querelle des femmes, ¿el primer gran debate feminista?

La querella fue un debate intenso que estalló en Francia y traspasó fronteras, manifestándose rápidamente en todos los reinos hispánicos menos en Granada. Un hecho histórico en el que «por primera vez las mujeres toman la palabra públicamente para defender a su sexo, terminando así con una norma patriarcal de siglos que era la de guardar silencio» (como definió Ana Vargas en su libro) y que vino a representar la primera revuelta colectiva de mujeres, el primer escalón de la toma de conciencia feminista. Un debate erudito en el seno de las elites políticas e intelectuales en el que se expresaron mayoritariamente hombres pero también algunas mujeres, enfrentados sobre la interpretación y la valoración de los sexos y sus relaciones sociales. Por supuesto que el contenido de la polémica es el eje central del valor histórico de la Querella, pero también lo es el hecho de que, por primera vez, muchas autoras se lanzaron contra una misoginia heredada de siglos atrás, señalando y desmontando los errores de quienes defendían la inferioridad de las mujeres. La Querella es importante pues supuso una toma de conciencia colectiva, gracias a la cual decenas de tratados en contra y a favor de la igualdad entre hombres y mujeres vieron la luz.

¿Qué estaba en juego? Algo que en 2020 seguimos escuchando como parte fundamental de las reivindicaciones de las luchas de las mujeres: alcanzar cotas de poder reservadas a los hombres, alcanzar espacios como las universidades reservados para hombres, legitimar que la inteligencia femenina podría también aprovechar una clase universitaria o dirigir un negocio. Era una cruzada intelectual frente a la cruzada que había cerrado a la mujer el acceso a los espacios masculinos, o sea, a todos los espacios que no fuesen el doméstico. Era un cuestionamiento del género entendido como algo incontestable y científico, como algo que definía la naturaleza, la virtud, la capacidad intelectual y el acceso al conocimiento, vetado a las mujeres hasta entonces.

Christine de Pizan presenta su libro La ciudad de las damas a Margarita de Borgoña (BNF Mss 1177, fol. 114)

 

La Querella nace de un chispazo literario: Christine de Pizan y una controversia literaria en relación al Roman de la Rose de Jean de Meum. Una obra del siglo XIII debatida en el XV cuyo sentido y comprensión se vio enriquecido con las aportaciones de Pizan, que centró sus opiniones en la misoginia del autor como eje de la obra. El debate saltó del ámbito cortesano a la esfera pública, llamando la atención de los reyes y obispos e involucrando a toda la alta sociedad francesa. Pizan recibió decenas de críticas furibundas que centraron sus ataques en el hecho de ser mujer, pero no en el análisis que hacía de la obra. Nada raro, como podía esperarse, pero a pesar de las críticas Pizan se sintió autorizada para hablar y opinar, se defendió y defendió al resto de mujeres en su obra La ciudad de las damas (1405), una brillante reflexión teórica sobre las mujeres y el texto clave de la querella durante todos los años siguientes. Pizan consiguió internacionalizar la polémica, que rápidamente trascendió fronteras y sus ecos comenzaron a sentirse en la corte de Aragón.

 

De la Querelle des femmes a la Querella de las Mujeres.

No hay acuerdo en el mundo académico para determinar cómo comenzó la polémica en Aragón y Castilla. Hay quienes creen que todo nació con la aparición de Il Corbaccio de Boccaccio (1355), obra misógina y misógama que movió a muchos en Italia y fuera de Italia a darle respuesta. Otros creen que los textos a favor de las mujeres en Aragón y Castilla son una reacción a otra acción, la publicación en 1438 del Libro del Arcipreste de Talavera conocido como El Corbacho por su similitud con la de Boccaccio. Sea una u otra, en la primera mitad del XV en Aragón ya se debatía sobre ello en la corte de Juan II y la reina María y no tardó en saltar de un reino a otro condicionada por el autor, Alfonso Martínez de Toledo, capellán del rey y un toledano que ha pasado a la historia por ser el iniciador del movimiento cortesano antifemenino que marcó este debate tardomedieval y moderno. Un toledano a la cabeza de lo que Diego de Valera llamó una «nueva secta», comparándola con la perniciosidad de otras sectas como el islam, sempiterno enemigo de una Castilla que ya casi acariciaba la toma de Granada…

 

Portada de la traducción al catalán de la obra de Boccaccio, Corvatxo (BNE, MSS 17675)

 

Martínez de Toledo había nacido en Toledo en 1398. Fue un intelectual cercano a los círculos de poder cortesano, estudiante universitario en Salamanca, capellán de Reyes Viejos y súbdito aragonés, pues pasó la mayor parte de su vida adulta en Valencia, Barcelona y Tortosa. Allí tomó contacto con lo que entendía que era un relajamiento de costumbres, una falta de moralidad que dejaría traslucir en su obra, cuyo argumento central es la crítica al amor mundano, a la pasión y al erotismo dentro y fuera del matrimonio. Crítica que, por extensión, servía para atacar y señalar la culpabilidad de las mujeres en su argumento. Fue a su vuelta de Aragón cuando escribió la obra en Toledo, su ciudad, donde murió siendo capellán y racionero de la Catedral. Quiso que su obra fuese conocida como Libro del Arcipreste de Talavera, pero rápidamente sus lectores la renombraron como El Corbacho, castellanizando el nombre italiano de Il Corbaccio de Boccaccio porque los paralelismos entre una y otra eran y son evidentes. Ambas comparten la razón misógina, el hilo central del argumento. Martínez de Toledo en su prólogo dejaba claro que quería que el libro no llevase más título que el de Libro del Arcipreste de Talavera, o sea, el libro de una auctoritas, arcipreste y capellán del rey. Truco editorial y simbólico que hacía presuponer al que escribía una mayor credibilidad y una más poderosa y autorizada voz en el debate, por ser quien era.

Toda la retórica de la obra gira en torno a las «malas mujeres», en un intento por parte del autor de nos ser tachado de misógino, aunque es fácil comprobar cómo en esa categoría de malas cabían todas. En cambio, con los hombres sí hacía distinciones y no aplicaba las mismas normas generales como grupo, detallando como cada varón tiene unas cualidades que le hacen distinto a otros ya que, a diferencia de ellas, ellos tienen «el seso mayor y más juicio». Martínez de Toledo reunía en su obra todos los tópicos misóginos desde Aristóteles (que en De generatione anunciaba la inferioridad natural de la mujer) pasando por el Génesis y la construcción de Eva, hasta llegar a Agustín de Hipona, Tomás de Aquino y Boccaccio. No dejó fuera a ninguno de los principales textos ni ideas sobre las que se asentaba la misoginia histórica. No hay más que atender a los títulos de cada capítulo de la segunda parte, donde no hay mujer mala que no quepa en alguno de los grupos.

Malas todas, además de avariciosas, detractoras, lujuriosas, codiciosas, envidiosas, inconstantes, desobedientes, porfiadoras, mentirosas, poseedoras, de naturaleza vanidosa, que «hablan de hechos ajenos» y «mienten jurando y perjurando». Todas herederas de Eva, la primera pecadora. Las mujeres son «murmurantes y parleras», con poca e inconsistente conversación, incoherentes en sus discursos y sobre todo peligrosas en su relación con los hombres. Porque lo que sobrevuela la obra, visible ya en el subtítulo (Reprobación del amor mundano), patente en la primera parte del libro, es el miedo a «que los hombres amen a las mujeres más que a dios, y para disuadirles de ello advierte de los males que puede llevar consigo que esto suceda». Para Martínez, el amor erótico destruye los cuerpos y las almas, y la sexualidad es identificada y equiparada con una enfermedad mental que conlleva un deterioro físico. Quienes se han acercado a su obra no dudan en calificarlo como un moralista y, casi sin duda, un amante frustrado posteriormente arrepentido que volcó su frustración en esta obra.

Su odio es mucho más virulento hacia las mujeres ancianas a quienes califica de personas aborrecibles por tener deseos y prácticas amorosas: «y la vieja que está ya fuera del mundo, digna de ser quemada viva». No es casual que en esos años los estereotipos sobre las brujas se condensasen, ni que en esos años se publicase una obra cumbre de la misoginia y el disparate, el Malleus Malleficarum.

Martínez de Toledo fue el máximo representante de esta polémica europea cuyos ecos ibéricos se extendieron hasta el siglo XVI. Un debate en el que los argumentos misóginos como los suyos buscaron demostrar la inferioridad de la mujer desde un punto de vista filosófico, teológico, científico, literario y, sobre todo, político. Inferioridad que contraponían, sin necesidad de defenderlo, a la superioridad natural de los hombres, para justificar el lugar que unas y otros debían ocupar en el orden doméstico, social, cultural y político. Lógicamente, y esta es la parte más rabiosamente actual de esta historia, las respuestas a estos furibundos ataques misóginos no tardaron en llegar. Y fueron también hombres quienes se lanzaron a su cuello, algunos de ellos, como el propio Martínez de Toledo (aunque hoy pueda sorprender a algunos lectores), también religiosos y parte de la misma iglesia a la que él pertenecía.

 

Don Álvaro de Luna y la defensa de las mujeres

Entre 1438 y 1446 varias obras intentaron participar y responder a la polémica sembrada por Martínez de Toledo. Textos que se generaron en el ambiente cortesano, donde existía un público numeroso de mujeres receptor de estas obras y protagonistas de la polémica, dolidas por cómo la Querella de las mujeres se volvía cada vez más agresiva y el ambiente se llenaba de injurias e insultos. Una reacción cortesana pero también monárquica, pues la propia reina María de Aragón encabezó el movimiento de repulsa hacia la misoginia vertida en la obra del toledano, gracias a lo cual se generó una corriente dedicada a dar respuesta en la corte castellana a su obra y a publicar textos en defensa de las mujeres.

Son hombres –apenas mujeres– cortesanos inmersos en la alta política unidos por una más o menos notoria dimensión pública, o sea, trascendencia. Son los influencer del siglo XV.  El primero, inmediatamente después de la aparición del Corbacho, fue el Triunfo de las donas escrito por el monje franciscano Juan Rodríguez de la Cámara. Poco después, aparecía la Defensa de virtuosas mujeres de Diego de Valera, cortesano también de Juan II como el propio Martínez de Toledo. No fueron los únicos que aparecieron en el contexto de la querella de las mujeres en Castilla, y de todos ellos he elegido uno que tiene directamente que ver con Toledo y sirve para ejemplificar la (maravillosa) complejidad de la historia, cargada siempre de contradicciones. Me refiero a las Virtuosas e claras mujeres de Álvaro de Luna, que vio la luz 1446, cuyo autor contaba con una dimensión pública y trascendencia social y política que eclipsaba por completo a Martínez de Toledo.

Don Álvaro de Luna en el retablo de la capilla de Santiago de la Catedral de Toledo, siglo XV.

 

Don Álvaro de Luna es uno de los nobles y políticos más estudiados de la historia de España, por eso en internet podéis encontrar abundante información. Con él da inicio la tradición del valimiento español, la figura muchas veces a la sombra con la que muchos reyes contaron en sus gobiernos como amigo, consejero y ministro. Quizá sea menos conocido el hecho de que antes de su consolidación política, Luna era una hechura y amante de alguien mucho más poderoso e influyente que él: doña Inés de Torres, mano derecha y «valida» (término en constante discusión académica, con algunas publicaciones recientes) de la reina Catalina de Lancáster. Mujer de extraordinario inteligencia y erudición además de influencia política fundamental en la carrera política del más notorio a nivel político de todos los autores mencionados. Luna llegó a ser valido de Juan II, Condestable de Castilla, maestre de la Orden de Santiago y conde de Santisteban antes de ser ajusticiado en 1453. Fue un integrante de la élite política e intelectual castellana, temperamental y con una educación cuidada, además de mecenas de poetas y autores y protector de intelectuales. Su influencia sobre el rey, a quien sacaba 15 años, fue enorme, desmedida, tanto que le valió ascensos y caídas varias, destierros y peticiones de regreso.

A diferencia de la obra de Martínez de Toledo, la de Luna no pretendía abusar de la autoridad y poder que emanaba de su autor, por eso no escondía sus intenciones en su defensa de las virtuosas y claras mujeres, célebres por distintas acciones y «de fama esclarecida». Lejos de las teorías personales de Martínez de Toledo, basándose también en las mismas fuentes clásicas y bíblicas, Luna presentaba un repertorio biográfico de decenas de mujeres (hasta 78) que en el Antiguo Testamento, en la historia clásica o «pagana» y en la era cristiana merecían no sólo un lugar en la historia sino que negaban por completo los planteamientos misóginos de Martínez de Toledo y el resto de autores que escribieron en contra de las mujeres en el contexto de la Querella.

Lo interesante no es lo bien que escribió de todas ellas, sino la crítica que no escondía hacia quienes las difamaban con ataques misóginos, no mordiéndose la lengua y criticando que tantos respetables y santos varones hubieran escrito sobre respetables y santos varones y, a la vez, silenciado a miles de respetables y santas mujeres. O sea, acusando a su generación y a las precedentes de de no haber presentado referentes femeninos a las generaciones antecedentes y venideras, de haber silenciado la historia de las mujeres. Luna acusaba a los hombres de haberlas ocultado de forma intencionada.

Luna (y, con seguridad, Juan de Mena y quienes colaboraron en esta obra) elaboró un discursos valiente en defensa de la naturaleza femenina, negando que los vicios que se les achacaban lo fuesen por naturaleza sino por costumbre, defendiendo la idéntica capacidad de ellos y de ellas para ser virtuosos. Defiende la dignidad de las mujeres y centra su debate en que los vicios son comunes a los seres humanos, no innatos o naturales en unas u otros, al igual que las virtudes. La virtud, argumentaba ya desde el preámbulo, no es más masculina que femenina, sustentando esta y todas sus tesis en la Biblia como fuente de indiscutible autoridad. Y no duda en eximir a las mujeres de la culpa del pecado original en uno de los títulos de los preámbulos «donde por razones de santa escritura se muestra que por el pecado original no deben ser más culpadas las mujeres que los hombres (…) y así el varón como la mujer ambos dos son iguales». Don Álvaro de Luna insistía, eso sí, que no debían creerle a él porque lo defendiera como Martínez de Toledo, sino que recurría a San Pablo y a las fuentes cristianas más indiscutibles, a las mismas que muchos tratadistas misóginos empleaban, para así acusarles de haber malinterpretado la verdad de la Biblia. Luna les acusaba de misóginos, pero también de ineptos, de malos estudiosos, de ser culpables del descrédito de las mujeres a lo largo de la historia, y exigía que cesasen ya su osadía de desacreditarlas y de menguar sus capacidades y virtudes y, sobre todo, su capacidad para participar en la «res pública», o sea, en la política.

Dejadme que insista por si no queda claro o habéis olvidado el contexto de esta polémica: estamos en Toledo, en la primera mitad del siglo XV y en el seno de la corte de Juan II y del arzobispado primado de España. Hace seis siglos ya de esto y estas palabras de don Álvaro de Luna merecen dejarse por escrito, por su absoluta modernidad y actualidad:

«Y así, haciendo fin a la presente obra, decimos que claramente se concluye que en todos [los] tiempos siempre tuvo nuestro Señor (…) toda gracia divinal larga e cumplidamente con la generación de las mujeres así como con los hombres. Por donde cesa la no sabia ni honesta osadía de los que contra ellas han querido decir o escribir queriendo amenguar sus claras virtudes más que a los hombres. Que los tales claramente parecen negar aquello que por experiencia y vista de ojos se ve y demuestra es, a saber, la mucha bondad y honestidad que hemos visto en las [mujeres] que fueron en nuestros tiempos ya de esta vida pasadas, y sentimos y conocemos en las presentes que hoy son (…) Y así de aquí adelante con gran razón deben callar los maldicientes, y no osar decir ni difamar contra las claras y altas mujeres, a las cuales todos los varones somos muy obligados».

 

Todos deberíamos ser feministas

Don Álvaro venció y Martínez de Toledo es el gran olvidado, el gran derrotado de esta polémica. Gracias a esas ironías del destino, los dos terminaron siendo enterrados casi juntos, aunque ocupando espacios comparables a los que uno y otro ocupan en la historia. La lápida de Martínez es tan discreta como el lugar que su obra ocupa en el pensamiento intelectual de la Edad Media española, apenas visible en un esquinazo de la catedral toledana, en un pilar entre la capilla de San Pedro y la Puerta del Reloj.

 

 

Don Álvaro de Luna, a apenas 30 metros de distancia, en un imponente sepulcro de mármol en el centro de la capilla de Santiago en plena girola, acompañado de su mujer (doña Juana de Pimentel) y junto a la Capilla de los Reyes Nuevos.

 

Chimamanda Ngozi Adichie, a quien ya deberíamos haber leído, firmaría sin duda hoy las palabras de don Álvaro de Luna y de algunos querellantes de hace seis siglos. En su conocidísimo ensayo se lamenta y explica cómo «en un sentido literal, los hombres gobiernan el mundo. Esto tenía sentido hace mil años. Por entonces los seres humanos vivían en un mundo en el que el atributo más importante para la supervivencia era la fuerza física; cuanto más fuerza física tenía la persona, más números tenía para ser líder. (…) Hoy en día vivimos en un mundo radicalmente distinto. La persona más cualificada para ser líder ya no es la persona con más fuerza física. Es la más inteligente, la que tiene más conocimientos, la más creativa o la más innovadora. Y para estos atributos no hay hormonas. Una mujer puede ser igual de inteligente, innovadora y creativa que un hombre. Hemos evolucionado. En cambio, nuestras ideas sobre el género no han evolucionado mucho». Muy a pesar de Martínez de Toledo y de no pocos que se empeñaron y aún se empeñan en lo contrario. Si no me hacéis caso a mí, hacédselo a ella. El machismo podía tener sentido hace mil o seiscientos años, ya no. Hoy todos deberíamos tener claro, como don Álvaro y tantos otros, que la defensa de las mujeres ante los tristemente recientes furibundos ataques misóginos es cosa de ellas y de ellos, de TODOS nosotros también.

Haz caso a Chimamanda y sé como don Álvaro de Luna, no como Martínez de Toledo.

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