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Hace unos meses, el Archivo Histórico Provincial de Toledo llamaba la atención en su perfil de Facebook sobre un detalle al respecto de los suvenires que se venden en varias tiendas de la ciudad. Personalmente, en mis deambulares por el callejero toledano no me suelo parar a mirar qué productos ofrecen al turista porque cada vez hay menos artesanía digna de contemplar y mayor la cantidad de tazas, camisetas e imanes que no tienen nada que ver con la propia ciudad. Véase como ejemplo aquellas tiendas en las que el nombre de Toledo brilla por su ausencia en sus productos o aparece, como en el caso al que nos referimos, pero no refiriéndose a nuestra ciudad castellana, sino a la hermanada del otro lado del Atlántico en el estado de Ohio. Nos resultó llamativa tal situación y pudimos comprobarlo, tal y como mostró Felipe en una publicación de Instagram, en la que se podía ver cómo en una de las tiendas de la calle Ancha (oficialmente, del Comercio), se venden camisetas y sudaderas con el escudo de la Universidad de Toledo… Ohio…

Esta situación no deja de sorprenderme y, en cierto modo, apenarme porque Toledo albergó una de las principales universidades que había en Castilla en la Edad Moderna, especialmente entre los siglos XVI y XVII. Por supuesto, no rivalizó con las medievales de Valladolid y, sobre todo, Salamanca, que eran los grandes centros de conocimiento del momento. Tampoco con la Complutense, que se fundó originariamente en la ciudad de Alcalá de Henares (su situación actual en Madrid se produjo durante los primeros años del reinado de Isabel II). Pero fue uno de los pocos centros universitarios de la península ibérica que concedió desde su origen los grados de Doctor, Maestro, Licenciado y Bachiller en las cinco facultades de Teología, Leyes, Cánones, Medicina y Artes. Pocas recibieron tal distinción en la época, tanto por parte pontificia, como regia. Ni siquiera las vetustas hoy en día de Santiago o Granada, que aparecieron en las mismas fechas y que no han visto interrumpida la docencia hasta la actualidad. Quizás ahí pueda estar la razón del desconocimiento por parte del toledano y del turista que visita nuestras calles. Todos conocen el magno edificio Lorenzana, levantado por el homónimo cardenal a finales del siglo XVIII, pero solo lo relacionan con el mundo universitario porque hoy en día allí se encuentra situado el Vicerrectorado de Relaciones Internacionales y Formación de Profesorado de la UCLM. Alguno incluso lo podrá relacionar con la educación porque ahí estuvo hasta hace unas décadas el Instituto “El Greco”, aunque sin saber que este fue el heredero directo de la universidad toledana porque, cuando esta desapareció, sus aulas fueron redirigidas hacia la enseñanza secundaria en 1845.

Ante esta situación, y sabiendo que parte de mis esfuerzos investigadores se han dirigido hacia el estudio de esta institución, Felipe me lanzó la propuesta de preparar una entrada al respecto. Como es lógico, no podía hacer otra cosa que recoger el guante lanzado. Además, el momento es más que oportuno porque dentro de algo más de un año estaremos en 2020 y se cumplirán los 500 años de la bula Super familiam del papa León X, por la que se concedía la capacidad de conceder grados universitarios a los estudiantes del colegio de Santa Catalina. Luego hizo falta la confirmación regia, que llegó en 1529 de manos de la reina doña Juana de Castilla y su hijo Carlos, el emperador. De este modo, la intención de esta entrada (y las que puedan surgir en el futuro) es la de dar a conocer una institución muy desconocida en la ciudad de forma general. Ni siquiera lo han conseguido los retratos grequianos de varios de sus catedráticos, amigos del pintor: el maestrescuela Antonio de Covarrubias, el médico Rodrigo de la Fuente o el historiador Francisco de Pisa.

El Greco, Retrato de un médico, 1582-1585. Museo del Prado

La universidad de Toledo no puede entenderse sin conocer sus relaciones con el resto de instituciones educativas de la ciudad, todas de índole religiosa, con las que mantuvo vínculos más o menos estrechos: lógicamente, con el colegio de Santa Catalina, que fue su germen; también con el colegio de San Bernardino, fundado por Bernardino Zapata, familiar del impulsor de la universidad; el tercer vínculo se estableció con la Compañía de Jesús, con la que compartió alumnos y profesores de Gramática y Teología desde la década de 1560 hasta la expulsión jesuita de 1767.

El Greco, San Bernardino, 1603. Museo del Greco

Pero para conocer el germen de la universidad es más importante todavía la figura del maestrescuela de la catedral Álvarez de Toledo Zapata y su familia, ya que la propia universidad fue un proyecto personal (personalísimo, más bien) de este clérigo relacionado con el cardenal Mendoza. El origen de todo se encuentra en el colegio de Santa Catalina, fundado en 1485 para ampliar el acceso a la educación a un mayor número de toledanos. Significó una ampliación de la escuela catedralicia, en un contexto que lo favorecía: durante el reinado de los Reyes Católicos hubo una auténtica explosión de fundaciones universitarias a lo largo y ancho de las coronas de Castilla y Aragón. Su principal objetivo fue dotar a la administración, en pleno proceso de burocratización, de unos funcionarios preparados y competentes que pudieran responder a sus crecientes necesidades. Y no solo la gestión civil, sino también la religiosa, pues la Iglesia también se vio beneficiada de ello.

Otro resultado que tuvo ese impulso universitario de finales del XV-principios del XVI fue la ampliación de la masa social que tuvo acceso a los estudios superiores. Hasta el momento, solo las personas con un buen poder adquisitivo podían enviar a sus hijos a Salamanca y Valladolid, cuando no al extranjero, como fueron los casos de París y de la “toledana” Bolonia. Los costes de esa educación superior eran amplios y no todas las familias estaban en disposición de pagar el traslado, alojamiento y tasas administrativas. Por supuesto, aquí dejamos de lado aquellos otros gastos más licenciosos que implicaba la vida del estudiante y que para el caso toledano solo conocemos unos pocos casos aislados. Con la aparición de nuevos centros universitarios, se abrían las opciones familiares de poder enviar a sus hijos a obtener estudios superiores. Sin llegar a hablar de la “democratización del conocimiento” que tenemos hoy en día y salvando las distancias, se pueden establecer paralelismos entre la aparición de aquellas universidades y las actuales. Pero no solo las fundaciones son la única correspondencia que veo, ya que también hay similitudes en el aspecto negativo con la reducción paulatina de alumnos, como la que vivimos en la actualidad. Sirva el ejemplo de aviso para que las autoridades competentes tomen las decisiones oportunas porque buena parte de las universidades fundadas en el Quinientos fueron suprimidas entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX.

La aparición de estos centros de enseñanza superior respondió a la iniciativa de diferentes instituciones e individuos. La mayoría estuvieron vinculadas a la Iglesia, como fue el caso toledano, pero también hubo otros, sobre todo en la Corona de Aragón, que abrieron sus aulas por el empuje de las ciudades, como los casos de Barcelona y Valencia. Un tercer tipo sería el que ya a mediados del siglo XVI impulsaron los jesuitas con el centro educativo de Gandía. Pero la relación de los “hijos” de san Ignacio con la universidad se redujo fundamentalmente a regentar algunas cátedras de Teología y de Gramática, como ya hemos mencionado que ocurrió en Toledo.

Actuales restos del colegio de Santa Catalina en la plaza homónima (Foto del autor)

 

La fundación del colegio de Santa Catalina no fue suficiente para el maestrescuela, que continuó con las gestiones en Roma para ir más allá y dotar a la ciudad de aulas universitarias. Después de diversos problemas de carácter económico, e incluso con la Inquisición (su hermano fue uno de los monjes agustinos de La Sisla que fueron acusados de judaizar en 1504-1505), el colegio se consolidó en las casas del propio Álvarez de Toledo. Estas se encontraban en la parroquia de San Andrés, debajo del actual Seminario Mayor, en la actual plaza de Santa Catalina. Allí encontraron acomodo los primeros colegiales y capellanes del colegio y también albergó las aulas de la universidad.

Escudo de la Universidad de Toledo localizado en los restos intervenidos en 2007 por el arqueólogo Arturo Ruiz Taboada.

 

Ambas instituciones compartieron el solar durante buena parte de la época moderna, hasta que en torno a mediados del siglo XVIII la universidad decidió “independizarse” y buscar un lugar en el que no depender de los colegiales. Hay que tener en cuenta que los colegiales de Santa Catalina hacían ejercicio de cierta superioridad respecto al resto de estudiantes, como ocurría en los grandes Colegios Mayores de Salamanca (Santiago el Cebedeo o de Cuenca, San Salvador o de Oviedo, San Salvador y San Bartolomé), Valladolid (Santa Cruz) y Alcalá (San Ildefonso). Aunque, por supuesto, en menor escala, puesto que estos eran ocupados por nobles y familias pudientes cuya formación estaría destinada a la participación de la alta burocracia, mientras que los toledanos eran alumnos becados para sus estudios. Aun así, el colegio se aprovechó de su situación y propiedad para imponerse a la institución universitaria.

Un aspecto a tener en cuenta para entender la evolución del colegio y universidad de Santa Catalina fue el papel que le tocó desarrollar a partir del Concilio de Trento. Una de sus disposiciones iba encaminada a la creación de seminarios para formar a los futuros sacerdotes. En este sentido, no es casual que el Seminario Mayor toledano se termine de construir a lo largo del siglo XIX, especialmente en su segunda mitad, después de la conversión de la universidad en centro de educación secundaria. Ambos acontecimientos están vinculados porque después de Trento, la universidad adoptó las competencias seminaristas y en sus aulas se formaron los clérigos. De esta forma, la institución recibió el impulso del decreto trentino en pleno proceso de crecimiento y consolidación, asegurando, en cierta manera, un número de alumnos para las facultades de Artes, Cánones y Teología, por lo menos. Lástima que no podamos dar cifras de ello porque no nos han llegado las listas de matrícula, como sí que se dispone para el caso salmantino.

Atribuido a Tiziano, Sesión del Concilio de Trento, Museo del Louvre

Otro aspecto clave que nos permite destacar la universidad toledana en su tiempo procede de la entidad de algunos de sus catedráticos y estudiantes. Su fama trascendió las fronteras de la muralla toledana, influyeron en la Corte del Rey Católico y se encontraron entre las mentes preclaras de la cultura católica del Humanismo y el Barroco. De hecho, no esquivo la polémica afirmando que el periodo de esplendor de la universidad no se encuentra vinculado al magno edificio erigido por el cardenal Lorenzana a finales del XVIII, sino un siglo antes, en las décadas que se encuentran a caballo entre el Quinientos y el Seiscientos. Ahí nos encontramos a Sancho de Moncada, Alonso de Villegas y Eugenio de Narbona, entre otros, sin descartar la relación que pudieron tener con la universidad los jesuitas Juan de Mariana y Pedro de Ribadeneyra. Pero esta es otra cuestión (de tantas) sobre la que esperamos volver más adelante en otra entrada del blog.

Sello con el escudo de la Universidad de Toledo. Archivo Histórico Provincial de Toledo

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La entrada de hoy la ha escrito un buen amigo y mejor historiador, David Martín López, TTV (Toledano de Toda la Vida) y profesor asociado de la UCLM. Será la primera de varias colaboraciones que irá teniendo este blog con el paso del tiempo, todas -como esta- bastante mejores que las muchas que pueda escribir yo.

El trabajo de David lo podéis leer y descargar en su perfil de Academia y en la web del proyecto de investigación al que pertenece.

 

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