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«Si el rey atropella la república, entrega al robo las fortunas públicas y las privadas, y vulnera y desprecia las leyes públicas y la sacrosanta religión; si su soberbia, su arrogancia y su impiedad llegasen hasta insultar a la divinidad misma, entonces no se le debe disimular de ningún modo»

(Juan de Mariana, De Rege et Regis Institutione, Toledo, 1599)

            Toledo ha aportado históricamente algunas ideas a un debate que, aún conciertos miedos, comienza a ser cada vez más público tras los excesos de varios miembros de la familia real. Aunque hoy nos parezca increíble, hubo un tiempo en el que el debate incluía un supuesto mucho más radical que el de la proclamación de la República: el justo asesinato de un rey si este buscaba sus propios intereses y no los de su reino y súbditos.

En 1599 salía del taller de imprenta toledano de Pedro Rodríguez un libro dedicado a Felipe III, De rege et regis institutione. Básicamente era un manual para el buen gobierno de su recién iniciado reinado (tras la muerte de su padre, Felipe II, en 1598) en el que también se le recordaba el pacto entre rey y reino, y los derechos de los súbditos a derrocar -y si era necesario asesinar- al rey que se olvidase de ello y buscase sus propios intereses y los de sus allegados. Al rey que, en definitiva, dejase de ser rey y se convirtiese en un tirano. Y lo escribía un jesuita toledano, Juan de Mariana, menos recordado en nuestra ciudad de lo que merece.

Grabado de Juan de Mariana por Francisco Javier de Santiago y Palomares (Toledo, 1752)

           Juan de Mariana nació en Talavera de la Reina y creció y maduró en un contexto político definido por la ruptura de la cristiandad, por la división entre católicos y protestantes y por los intentos de la iglesia romana de evitar la huida de millones de fieles. Mariana fue un producto de la Reforma católica (mal llamada Contrarreforma hasta hace no mucho), como también lo fue la Orden a la que se incorporó como religioso: la Compañía de Jesús, fundada en esos años por Ignacio de Loyola. Pero sobre todo fue un observador de la España de su tiempo, la que iba del cénit imperial del reinado de Carlos V durante el que nació Mariana, hasta algunos síntomas de agotamiento que marcarían los reinados de Felipe II y Felipe III en los que maduró y desarrolló su labor intelectual. Tras años de formación y experiencias en Italia, Francia y probablemente en Flandes, volvió a Toledo en 1574, asentándose hasta el final de sus días en la Casa Profesa de los jesuitas toledanos, en esa enorme manzana que hoy ocupan la iglesia de San Ildefonso y la Delegación de Hacienda, incluyendo la plazuela que hoy lleva su nombre. Sus contemporáneos lo definían como un hombre celoso siempre de la fe y de la religión, puntual, severo con las reglas internas de la orden, que rechazaba las comodidades y el bienestar material, apasionado de las catequesis a niños, obsesionado con la conducta y la moral de un buen cristiano y colaborador con la Inquisición castellana en relación a la redacción y difusión de índices de libros prohibidos.

           El padre Juan de Mariana no fue, ni mucho menos, el primer «tiranicida», ni tampoco el más radical. La idea de que oponer resistencia al gobernante tiránico era algo lícito formaba parte de la teoría política clásica, y siempre como parte de una copiosa literatura que perseguía un único fin: educar al gobernante para el buen gobierno, el gobierno de lo común, de la res pública. Los inicios de las monarquías están relacionados con su faceta militar, con la participación de la nobleza en la guerra y la elección de uno de ellos como Primus Inter Pares (el primero entre los iguales) sin el poder que alcanzaron con el paso de los siglos, cuando la divinización del rey y del linaje creció en una tendencia absolutista hasta alcanzar el siglo XIX.  En el Fuero Juzgo se decía que Reges jura faciunt, non persona, denotando que el rey no se pertenece a sí mismo sino al pueblo que le confía el poder supremo para defenderle y gobernarle. Una frase de El libro del Buen Amor que el Arcipreste de Hita escribió en Toledo ayuda a entender esto mejor: «quien puede hacer leyes, puede contra ellas ir». Parece claro que, desde el mismo momento en el que las monarquías comienzan a consolidarse durante la Edad Media, comenzaron a producirse también los excesos de sus representantes ante los que las Cortes (convocadas sólo cuando el monarca necesitaba dinero) y las revoluciones parecían ser los únicos frenos. Hasta el final del Antiguo Régimen no existían en los estados (si es que estos existían) más órganos que el Rey, el Príncipe, el Soberano. «El estado soy yo» dicen que llegó a decir el rey francés Luis XIV, el Rey Sol, sin que le temblasen las pestañas postizas que seguro que llevaba ese día.

           Desde Cicerón o Aristóteles, pasando por Tomás de Aquino, John de Salisbury («el verdadero príncipe lucha por las leyes y por la libertad del pueblo; (…) el príncipe es una imagen de la divinidad, y el tirano es una imagen de Lucifer»), juristas italianos como Bartolo de Sassoferrato o los tratadistas españoles de la escuela salmantina del maestro Pedro de Madrigal justificaban distintas formas de rebelión contra el rey que abandonase el pacto con sus súbditos para perseguir sus propios intereses. Pacto que quedaba ejemplificado de la siguiente manera: el rey es para el reino, no el reino para el rey. Ya fuese un rey ilegítimo (el que alcanza el poder tras un derrocamiento o usurpándolo de cualquier manera) o legítimo (quien lo obtiene por herencia familiar), el asesinato del rey tirano o tiranicidio se justificaba como una manera de guerra justa y fundamentada en derechos, distinguiéndola así de una mera sedición o rebelión popular. Derrocar e incluso matar al tirano que gobernase en beneficio propio y no de su pueblo no sólo era lícito, sino también sano para el mantenimiento del buen gobierno. Y en la España de 1599, apenas un año después de la muerte del monarca más poderoso del momento (Felipe II), Juan de Mariana reabría este debate presentando la oposición de las dos formas de gobierno: frente al buen rey y buen gobernante que vela por el interés común, el tirano que sólo busca sus propios intereses y explota a sus súbditos.

Portada de la primera edición de De Rege et regis institutione, impresa en Toledo por Pedro Rodríguez en 1599 (BNE, R/6783)

            Aunque De Rege ha pasado a la historia como una obra estrechamente vinculada con la defensa del tiranicidio, ni la obra gira sólo en torno a esta idea ni Mariana dedicó toda su vida a escribir sobre ello. De hecho, apenas son unos cuantos capítulos del principio del libro los que se refieren a esta idea. De Rege es una obra que Juan de Mariana ofrecía al monarca para facilitarle una experiencia política que él aún no tenía, pero que indudablemente pretendía influir en el ejercicio del poder de Felipe III, en la forma en la que el monarca debería reinar y gobernar sobre sus súbditos. Por eso, lejos de ser una crítica inconexa con el resto de la obra, la defensa que hace Mariana del tiranicidio cobra un sentido absoluto al entenderse no como una amenaza, sino como un ejemplo de mal gobierno del que el nuevo rey debería huir.

            El ejemplo de mal gobierno empleado por Juan de Mariana era el de Enrique III, rey de Francia, asesinado unos años antes por un fraile dominico llamado Jacques Clément. Mariana tomaba partido abiertamente defendiendo su muerte como algo «digno de elogio» ya que «enseña a los príncipes que no quedan impunes sus criminales proyectos». El asesinato del rey francés o el del monarca castellano Pedro I asesinado por su hermanastro Enrique en el siglo XIV eran algunos de los ejemplos que presentaba Mariana en su obra, unidos por una coincidencia: a ambos les sucedieron familiares cercanos que dieron inicio a nuevas dinastías como los Borbón en Francia (con Enrique IV de Navarra, primo de Enrique III, como primer rey) y los Trastámara en Castilla (con Enrique II, hermanastro del rey Pedro I «el Cruel», como primer miembro de la familia de la que descendería Isabel la Católica). Mariana, describiendo la muerte del rey francés, exclamaría con gozo que la escena fue de «¡admirable valor de ánimo, memorable hazaña!».

Retrato de Enrique III de Francia (Museo del Louvre, París)

          Ambos, escribía Mariana, ejemplificaban casos de reyes que «si por sus desaciertos y maldades ponen el Estado en peligro, si desprecian la religión nacional y se hacen del todo incorregibles, creo que los debemos destronar, como sabemos que se ha hecho más de una vez en España. Cuando dejados a un lado los sentimientos de humanidad se convierten los reyes en tiranos, debemos, como si fuesen fieras, dirigir contra ellos nuestros dardos. Así fue destronado públicamente el rey don Pedro, por su crueldad, y obtuvo el reino su hermano Enrique, aunque bastardo. Así fue también destronado su nieto Enrique IV, por su desidia y depravados hábitos, y fue proclamado rey, por voto de los magnates en una decisión cuya justicia no entro a discutir, primero su hermano Alfonso, que estaba aún en los primeros años de su vida».

 

            Resulta tentador imaginar el contexto de escritura de este trabajo, el ambiente toledano en el que Juan de Mariana fue dando forma a la obra. Y lo es porque sin duda los planteamientos de Mariana dejan ver cómo en aquel Toledo de finales del siglo XVI, en esa ciudad que acababa de ver marcharse a la corte de Felipe II y comenzaba un lento declive, Mariana no era el único intelectual que defendía un pacto sólido entre rey y reino y el derecho del último a deponer al primero en caso de incumplirlo. Su buen amigo Pedro de Rivadeneyra, también jesuita y también toledano, acababa de publicar su Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe cristiano en el que justificaba el asesinato de Enrique III, integrándolo en una larga tradición de ejemplos bíblicos y de la historia del cristianismo en la que los tiranos caían castigados por la justicia divina. No me resisto a imaginar a ambos hablando de lecturas que seguro que hicieron de libros prohibidos como El Príncipe de Maquiavelo, reflexionando sobre la incipiente teoría de la raggione di stato que se abría paso en Europa, afirmando y negando a Lipsio o a Tácito mientras su defensa del tiranicidio iba cogiendo forma en ese Toledo donde no había más rey que el arzobispo, ni más corte que el enorme número de religiosos y religiosas que permanecieron en la ciudad tras la pérdida de la capitalidad.

            Tirano, para Mariana, era aquel que manda a súbditos que no le quieren obedecer. Aquel que, por la fuerza, quita la libertad de la república. Aquel que no mira por la libertad del pueblo, sino que atiende sólo a su propio interés y engrandecimiento y a dilatar su dominio usurpador. Y en su tercer capítulo escribía que «todos los teólogos y filósofos convienen en que el Príncipe que, por medio de la fuerza y de las armas ocupó la república sin derecho alguno y sin el consentimiento de los ciudadanos, es lícito a cualquiera quitarle la vida y despojarle del trono». Lejos de adscribir su pensamiento a una visión subversiva o revolucionaria, Mariana basaba en leyes sus planteamientos y defendía el tiranicidio como un rotundo ejemplo de justicia ante quien había dejado de ser justo con su pueblo.

            Presentados los ejemplos y explicados los motivos de su defensa del tiranicidio, Mariana se preguntaba abiertamente en el capítulo V «si es lícito o no matar al tirano». Una pregunta que dejaba en el aire y que, aunque desarrollaba extensamente su idea, se cuidó mucho de contestar con un SÍ rotundo y claro. Porque Mariana sabía que la defensa del tiranicidio, sin ser una invención suya, podía ser polémica y podría acarrearle críticas que derivasen en una persecución personal y de su obra. Y así fue. A Mariana le ocurrió lo mismo que a Lucrecia de León cuando soñaba con un desastre militar en los últimos años de Felipe II, sucediendo lo que nadie entonces podía esperar: que la «Armada Invencible» se hundiese sin llegar ni por asomo a conseguir su objetivo de desembarcar en Inglaterra. Quienes seguían de cerca las visiones y vaticinios de esta joven entendieron que se había anticipado al suceso en uno de sus sueños, al igual que quienes habían leído la obra de Juan de Mariana comprobaron cómo en 1610 un nuevo rey, Enrique IV de Francia, caía de nuevo asesinado.

Retrato de Enrique IV (por Frans Pourbus el Joven)

            Enrique de Borbón o de Navarra, antes de ser Enrique IV de Francia, siempre había sido cuestionado por su política religiosa. Declarado protestante antes de su acceso al trono, tras el asesinato de su primo y la posibilidad de convertirse en rey de Francia no dudó en renunciar a su fe luterana para convertirse al catolicismo expresando aquella famosa frase de «París bien vale una misa». Por ese motivo fue varias veces objeto de intentos de asesinato hasta que François Ravaillac, católico defensor del entendimiento entre Francia y quien entonces era su principal rival, la España de Felipe III, apuñaló al monarca en una calle de París. Las crónicas pintan al asesino como un católico radical y militante, influido por la doctrina de quienes el propio Enrique IV había señalado como sus más acérrimos enemigos, aquellos que insistentemente buscaban cuándo y cómo asesinarle: los jesuitas. Y Juan de Mariana, autor de la última defensa del asesinato de un rey tiránico, lo era, y además de fama reconocida en Europa. Desde Francia acusaban a Mariana y a su libro de haber inducido a Ravaillac a asesinar al rey, si bien el propio asesino reconoció en su defensa que no conocía ni había leído la obra del jesuita toledano. Pero Mariana sí conocía el asesinato de Enrique III ocurrido décadas antes, y sus elogios hacia quien lo había asesinado fueron suficientes para considerar que el jesuita toledano había sido el verdadero instigador del asesinato del último rey de Francia. De Rege fue considerada subversiva por el Parlamento de París, que por un decreto del 11 de junio de 1610 prohibió la obra y condenó todos los ejemplares a arder en la hoguera de una plaza pública parisina.

            En el contexto de rivalidad absoluta entre Francia y España que se extendió durante los siglos XVI y XVII, qué duda cabe que la muerte del rey francés se acogió en España con sorpresa pero con gusto. Nada podía ser mejor que un contexto convulso en el reino vecino. Quizá por eso Mariana nunca fue señalado en España como responsable o instigador del asesinato, a diferencia de lo ocurrido en Francia. Aquí la obra pasó todas las censuras previas pertinentes, fue aprobada y jamás la Inquisición entendió que contuviese proposiciones heréticas o condenables. Bien sabía Mariana, estrecho colaborador del Santo Oficio, dónde estaban los límites de la escritura, y cómo y cuándo poner en circulación una obra. La obra no escandalizó aquí porque el tiranicidio no era la única propuesta del libro, ni tampoco era algo novedoso e indecente. Formaba parte de la filosofía y la teoría política clásica, había tenido buen arraigo en Castilla y los castellanos podían leer muchos ejemplos anteriores nada escandalosos. Incluso podían verlo en los corrales de comedias en obras de Tirso de Molina o de Lope de Vega pues, ¿qué es Fuenteovejuna si no una defensa clara del tiranicidio, sea cual sea la forma que adopta el tirano? Además la obra, no olvidemos, respondía al interés del propio maestro de Felipe III, el arzobispo García de Loaysa, que había pedido a Mariana que se encargase de reunir y recopilar ejemplos históricos y reflexiones propias para la educación de quien estaba llamado a ser el nuevo rey de España. Mariana es sólo una pieza más de un enorme puzzle.

            Sí se intentó, en cambio, que el autor matizase mejor sus ideas y, sobre todo, las expresase de forma que no parecieran las de todos los jesuitas, pues la situación en Francia distaba mucho de ser tan amistosa entre ellos y el rey francés como lo era en España. Claudio Acquaviva, general de la Compañía de Jesús en Roma, escribió a Mariana poco después de la publicación de la obra advirtiéndole del peligro que corrían otros jesuitas en Francia si se extendía la idea de que todos ellos defendían el tiranicidio. En una carta fechada el 24 de junio de 1600, su superior pedía a Mariana que “Ojeando el libro que V. R. ha escrito «Del buen príncipe» encuentro la cuestión que trata: si es lícito matar al tirano (…) hay cosas que, para los tiempos que corren y el estado en que están las cosas en Francia, creo que dañaría mucho como es toda la historia que V.R. toca del rey de Francia muerto, del fraile que le mató y otros periodos que aún entran; y pues el libro de V. R. puede pasar sin esta cuestión y lo demás que con ella van, deseo que, en todo caso, en la segunda edición la quite”.  Mariana matizo algunas cosas, pero no quitó ese párrafo en siguientes ediciones, pues no era sólo suya esa defensa. Muchos compañeros jesuitas se manifestaron abiertamente contra el libro De Rege al ver cómo se publicaba y se difundía con fortuna por Europa, pidiendo que o bien se censurasen las partes del libro en las que Mariana defendía el tiranicidio, o directamente se prohibiese la obra. Pero ni Acquaviva ni los jesuitas franceses consiguieron que De Rege dejase de circular, convirtiéndose hoy en la obra más conocida del jesuita toledano.

 

Orden de secuestro del libro De Rege et regis institutione por el Parlamento de París, 1610.

            Pero Mariana es mucho más que eso, aunque su fama actual (y virtual) se deba en gran medida a su defensa del tiranicidio. Hoy su nombre evoca siempre el de aquella doctrina política de tal forma que al hablar del tiranicidio se piensa en Mariana, y al hablar de Mariana se limita su obra a los pasajes de De Rege en los que alude a la justicia del asesinato de un rey tirano. Y eso que él fue sólo un eslabón más en la cadena de pensadores que defienden el tiranicidio como una forma de justicia social. Juan de Mariana fue un pensador crítico y audaz, atento a los cambios que se estaban produciendo en el Toledo que vivía, en el seno de la Monarquía Hispánica y en la Europa del siglo XVI. Desde aquí, desde Toledo, vivió las últimas décadas del reinado de Felipe II y todo el de Felipe III en su conjunto, asistiendo a lo que parecía considerar una degeneración de la política emprendida por Carlos V, una sucesión de derrotas, fracasos, desgobierno, derroches, casos de corrupción, etc.

Colofón de la Historia General de España (Toledo, Pedro Rodríguez, 1601)

            Y fue un brillante historiador, no exento de los errores propios de la historiografía de su tiempo. Su Historia de España, publicada en latín en 1592 y en castellano en 1601, es una excepción más que honrosa en la producción historiográfica española del momento. Siempre que puedo la cito en nuestra ruta sobre la historia de Tulaytulá para presentar una de las muchas contradicciones que nos enfrentan a los españoles con nuestro pasado andalusí, árabe e islámico: la negación de que hubo un día («día» que fueron siglos, cuatro en el caso de Toledo) en el que la religión diferenciaba pero no enfrentaba. En la España del siglo XVII, eximir de culpa al pueblo judío o musulmán podría acarrear problemas a quien lo hiciera, y Mariana dejó por escrito no sólo eso, sino una crítica feroz a quienes aún hoy suenan en las conciencias de muchos españoles como los forjadores de la identidad española. Un episodio habitual en las crónicas medievales es el paso de los soldados cristianos por Toledo hacia la batalla de Las Navas de Tolosa. Mezclados durante el viaje los castellanos y aragoneses con destacamentos de soldados cruzados y europeos, a su llegada a la ciudad estos últimos asaltaron la judería, arrasaron y saquearon casas y haciendas y asesinaron a no pocas familias de toledanos judíos y musulmanes. Aunque el episodio es, lógicamente, confuso por la parquedad de las fuentes existentes, parece claro que los mozárabes y caballeros toledanos se pusieron del lado de sus vecinos y en contra de sus correligionarios cristianos europeos, defendiendo el orden y ese término que hoy parece proscrito dadas las retorcidas interpretaciones de algunos polemistas metidos a historiadores: la convivencia, que sin duda existía en Toledo, nunca exenta de tensiones. Juan de Mariana lo narraba contando cómo “comenzaron estas gentes á venir a Toledo por el mes de febrero año de nuestra salvación 1212. Se levantó alboroto de los soldados y pueblo en aquella ciudad contra los judíos. Todos pensaban que hacían servicio a Dios en maltratarlos. Estaba la ciudad para ensangrentarse, y corrieron gran peligro, si no resistieron los nobles á la canalla, y ampararan con las armas y autoridad aquella miserable gente”. Miserable gente llamaba el jesuita a los idolatrados Cruzados y cristianísimos soldados francos y alemanes. Ahí es nada. En la misma línea criticaba los asesinatos y la ola de violencia de protestantes franceses a manos de tropas católicas durante la matanza de San Bartolomé de la que fue testigo durante sus años de vida en París. Siempre digo lo mismo a mis clientes: entender a Juan de Mariana ayuda a entender mejor a Bergoglio, el Papa que está rompiendo esquemas mentales a más de uno, y que no por casualidad es también jesuita.

            Es posible que Mariana escribiese, además, su Historia de España en uno de los espacios más desconocidos de Toledo, y a la vez uno de los mejores ejemplos del primer Renacimiento español: el cigarral del Cardenal Quiroga, hoy Quinta de Mirabel. Quiroga, arzobispo de Toledo, sentía una cercanía y simpatía especial por la Compañía de Jesús y coincidió durante su arzobispado con los años de vida de Mariana en la ciudad. El jesuita conocía la villa del cardenal, la disfrutó en esos años y la describió como «el más suntuoso Cigarral de sus tiempos, y la pasea por amenos jardines, viñedos y olivares, al lado de estanques llenos de peces, y entre artificiosos surtidores de agua ocultos en medio del monte, donde se ve correr la caza». Él mismo dice en su Historia de España que se retiró a escribirla a un cigarral, aunque no confirma que fuese este, como Martín Gamero escribió hace ya más de un siglo.

            La Historia de España fue la gran obra de Juan de Mariana, la que le ocupó los últimos años de su vida hasta que, en 1624, murió donde había vivido gran parte de ella, en la Casa Profesa de la Compañía de Jesús en Toledo. Hasta el siglo XIX, fue la obra de cabecera para los historiadores españoles, un referente. Mariana es, sin duda, uno de los toledanos de adopción más ilustres y olvidados. La plaza que lleva su nombre, frente a la iglesia de San Ildefonso de los Jesuitas, está presidida por una estatua del cardenal Sancha que ayuda a distorsionar aún más el poco recuerdo que queda en Toledo de quien fue uno de sus intelectuales más brillantes de toda la Edad Moderna. Su cuerpo reposa en el interior de la iglesia, escondido detrás de un banco en la discreta sala de reliquias.

             Si viviera y le llevasen a uno de esos programas de debate político (los que han sustituido por las noches a los programas del corazón de hace unos años y que mantienen el mismo formato de gritos, frases hechas, citas de autores que jamás han leído y obsesión por la audiencia), seguro que asustaría a sus contertulios y a los televidentes cuando le preguntasen qué hacer con el actual rey emérito.

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