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La historia de España va unida a la esclavitud. Primero con la conquista romana y la esclavización a miles de íberos, luego la esclavitud cristiana visigoda, la esclavitud en al-Ándalus y en los reinos cristianos medievales, pero especialmente en la Edad Moderna y hasta 1889 que fue abolida. Más allá de lenguas y credos religiosos, la Península Ibérica participó activamente de distintos fenómenos esclavistas, todos ellos unidos por un mismo factor: el negocio. Los archivos no mienten, y desde las primeras aproximaciones de Antonio Domínguez Ortiz hace décadas a las últimas de Aurelia M. Casares o Daniel Hershenzon y José Miguel López, miles de documentos han venido a echar por tierra aquello de que España no participó del comercio y de la trata esclavista. Vamos sabiendo más, pero aún falta mucho. Andalucía o Extremadura, así como los grandes puertos mediterráneos donde se centralizó el comercio, han sido mejor estudiados que el interior, y eso que las capitales política y espiritual (Madrid y Toledo), fueron igualmente partícipes del fenómeno de la esclavitud, aunque en sus historias locales apenas se nombre.

El origen del término “esclavo” deriva de eslavo, pues eslavos fueron los primeros en ser esclavizados hace miles de años. Bosnios y albaneses, luego árabes, bereberes, guanches canarios, filipinos, amerindios y sobre todo africanos, el fenómeno de la esclavitud nació unido al de la guerra y a la expansión militar y comercial. Esclavizaba quien podía porque tenía poder y medios, y eran esclavizados quienes no podían defenderse, ya fuese en una batalla marítima o en un camino. Y esclavizaban europeos, asiáticos, africanos y americanos, no hay que olvidarlo, aunque el fenómeno tienda a asociarse con Occidente. De esclavos blancos estuvieron llenos los palacios y cárceles del Mediterráneo islámico.

El componente racial y la vinculación con África, llegaron después, cuando castellanos y portugueses se lanzaron a la conquista del mundo. A finales del siglo XV ambos abrieron con su poderío naval y militar nuevas rutas comerciales marítimas y terrestres, adentrándose en África. Portugal fue la primera en la explotación de miles de hombres y mujeres, procedentes de distintos puntos del continente africano para ser vendidos en Lisboa, el primer mercado esclavista de Europa. Después de Portugal, en Castilla -y concretamente Andalucía- fue Sevilla la nueva capital del “comercio negrero”, el puerto de llegada de las rutas comerciales por las que circulaban metales, especias y seres humanos. Ahí la esclavitud se volvió predominantemente negra y berberisca (relativa a Berbería, el nombre con que grosso modo se conocía las costas e interior del Magreb).  

 Hamed bin Mohammed el Marjebi, «Tippu Tip», comerciante de esclavos de Zanzíbar (s. XIX)

En aquellas rutas comerciales africanas muchos mercaderes magrebíes y árabes, atentos al negocio, levantaron un imperio esclavista para facilitar el trabajo a los europeos. Enormes caravanas recorrían los territorios del actual Marruecos y la mitad norte de África capturando a hombres y mujeres para acercarlos a las costas del Magreb, donde eran vendidos a los portugueses y castellanos, pero ya también a genoveses, flamencos, florentinos, que comenzaron a sumarse al negocio. Miles de africanos ya eran víctimas de la esclavitud mucho antes de que llegasen los europeos a aquellas costas.

 

Conquistas, globalización y esclavitud negra

El fenómeno de la esclavitud entre los tres continentes (África, Asia y Europa) se convirtió en global con la conquista de América, especialmente en el norte, en las colonias inglesas que con la independencia se convertirían en los actuales Estados Unidos. Una historia bien conocida y estudiada, pero no hay que olvidar que sólo en un contexto global es comprensible.

Pero el Mediterráneo siguió siendo durante los siglos XVI y XVII un gran mercado esclavista, condicionado por guerras y ataques para capturar población costera aquí y allá, como nos recuerda ese “no hay moros en la costa” que aún mantenemos y que aletaba del peligro de piratas berberiscos y otomanos. Orán era el punto clave del comercio español, el inicio del camino que llevaba los esclavos capturados desde el África subsahariana hasta la península. Desde allí muchos mercaderes, pero también soldados y hombres del rey, centralizaron un negocio que desplazó a la península a un incontable número de hombres y mujeres de distintas partes de África. Aurelia M. Casares estima que en ciudades como Granada, estas mujeres norteafricanas supusieron hasta el 70% del volumen de la esclavitud durante el siglo XVI.

La esclavitud deshumanizaba a estas personas, las transformaba en mercancía. Los desarraigaban por completo y los vendían como objetos que eran depositados en casas. En esas casas y palacios eran nuevamente resocializados y rehumanizados, hasta que volvían a cambiar de manos y eran vendidos por unos amos a otros. Eran reconocibles muchas veces por las marcas de propiedad de sus caras, generalmente un S en un lateral y un clavo en la otra (s-clavo), y en menor medida los escudos de armas o las iniciales del amo o propietario. Y daba igual si el amo era un noble o un clérigo, pues a todos les unía lo mismo: el poder económico que les permitía comprar y mantener un séquito de esclavas y esclavos. Mercancía, objetos individuales y personales que manifiestan el poder de quien los poseía. Tener muchos cuadros era un símbolo de poder, tener muchos esclavos también lo era.

Esclavo morisco en 1568 (Nicolás de Nicolay, 1757-1772)

A ese comercio mediterráneo, Castilla y Aragón sumaron su propio mercado interno de esclavos moriscos. Se justificó jurídicamente su esclavización ya que eran prisioneros de guerra. Y “guerra justa” se consideró la Revuelta de la Alpujarra, cuyo detonante fue la pragmática sanción de 1567 que limitaba sus costumbres y tradiciones, con el objetivo de lograr su cristianización total y asumiendo que todos eran falsos cristianos. Una guerra civil -muy desigual- entre españoles. Entre diciembre de 1568 y finales de 1570 se dispersaron por la península cerca de 100.000 moriscos, muchos muriendo por el camino. Otras fueron vendidas como esclavas, mayoritariamente mujeres y niños, especialmente ellas, las niñas, cuando no llegaban a los 10 años de edad.

Juan Patricio Morlete, De mulata y español, morisca (s. XVIII).

La integración de aquellos moriscos, berberiscos y africanos, muchas veces anónimos, puede rastrearse a través del arte y la literatura castellana y americana, donde las llamadas castas no dejan lugar a dudas de la mezcolanza racial. Conocemos a Juan Pareja, esclavo mestizo del pintor Velázquez y descendiente de moriscos, nacido en Antequera en 1610 y también pintor reconocido. Sebastián Gómez sería un caso parecido, otro mulato morisco al cobijo (no sabemos si esclavo) de Murillo, y autor de algunas obras. Casos como Juan Latino estudiado por Aurelia M. Casares, el primer africano en escribir en latín culto, casado con una noble en una de las primeras parejas mixtas legales, en Granada; tan famoso que Cervantes le dedicó algunos versos al comienzo del Quijote. O ejemplos como el que presenta el documental Gurumbé, que hace pocos años ahondaba sobre “lo negro” en los ritmos y bailes del Flamenco. La huella de la esclavitud en Andalucía siempre fue más evidente, pero ¿y en Castilla, y en Madrid y Toledo?

Diego Velázquez, Juan de Pareja, 1650 (Museo Metropolitano de Nueva York)

 

 

Esclavas mulatas, berberiscas y aljamiadas en Toledo

 

En Toledo se le pierde el rastro a Elena/Eleno de Céspedes, mulata de la Alhama de Granada, probablemente morisca, hija de esclavos y primera mujer en obtener un título de medicina en la historia. Aquí coincidiría durante sus años de libertad con no pocas moriscas y mulatas que vivían como esclavas tras la dispersión de la Alpujarra. Miles de moriscas y moriscos que llegaron en la segunda mitad del siglo XVI, a los que se unieron otros tantos berberiscos y subsaharianos en las décadas siguientes que sirvieron para aumentar la prestancia y el lujo de no pocos toledanos adinerados que los compraron como esclavos.  Pedro Tirado Palomino fue uno de ellos.

Carta y firma de Eleno de Céspedes (Archivo Histórico Nacional)

Tirado era un alto prelado de la Iglesia toledana, Racionero de la Catedral, Comisario del Santo Oficio de la Inquisición y notario del arzobispo Bernardo de Sandoval, además de vecino del pintor Luis Tristán en la calle del Barco o de San Pedro. Son muchos los documentos que prueban la servidumbre de esclavas que tuvo en Toledo. En 1615 era ya propietario de algunos, de los cuales sólo sabemos sus nombres ya cristianizados. Primera pérdida de identidad. Uno de ellos se llamaba Juan y la otra, mulata, se llamaba Francisca, a los que obligaron a testificar en un juicio contra otros esclavos propiedad del canónigo Ortiz de la Catedral. El uno también berberisco y esclavizado en Marruecos, llevado a Málaga en 1611 y vendido durante la Cuaresma junto con otros jóvenes. El otro procedería del África subsahariana, aunque también podría ser berberisco.

Un año después, en 1616, la Inquisición volvía sus ojos contra otro esclavo, esta vez del Obispo de Troya. Se llamaba Diego y había sido bautizado poco después de ser cautivado, por lo tanto, era mulato y africano y también cristiano, aunque fue acusado de seguir practicando el islam de forma clandestina. Con el fin de delatarle, otra vez se acude al séquito de esclavas de Pedro Tirado, y Francisca acude con otra esclava y amiga llamada María, de 20 años, capturada por soldados españoles en Orán y llevada a Málaga, donde también fue vendida. Ambas declararon que Diego y tantos otros esclavos toledanos seguían siendo musulmanes a pesar de haberse bautizado. A finales de enero Diego fue detenido y encarcelado, y nos dejó una breve autobiografía de su vida al ser interrogado: nacido en Berbería, “siempre anduvo con sus padres por el campo hasta que habrá tres años que lo cautivaron en Orán, donde estuvo tres o cuatro meses por esclavo del Vicario de Orán. Y que de allí vino a España, viniendo por Cartagena, y pasó por Murcia viniendo derechamente a esta ciudad de Toledo con un carretero que le trajo al servicio del dicho Obispo de Troya su amo, en el que ha estado hasta ahora”. En una ciudad que había perdido al rey y la corte décadas atrás, eran los miembros de la Iglesia (Vicarios, Obispos, Racioneros, Canónigos) quienes vivían y actuaban como príncipes, contando entre sus muchas “posesiones” con un nutrido número de esclavos. Algo habitual también en otras ciudades principales como Sevilla.

 

Murillo, Tres muchachos, 1660 (Dulwich Picture Gallery)

Tirado concedió la libertad a Francisca en 1624 ante notario, lo que permite conocer algo más de esta joven negra, musulmana y esclava que pasó parte de su vida en Toledo. Cuando fue secuestrada y esclavizada se llamaba Haza, y cuando fue vendida a su primer amo en Orán fue descrita como “mora aljamiada de color, algo morena herrada en la cara, ojos alegres, nariz aguileña de edad según su aspecto, de hasta dieciocho años poco más o menos, berberisca hija de padres moros”. 69 doblas fue el precio que se pagó por ella, el equivalente a 14 carneros o a 6 libras de seda carmesí. Eso valía una vida hacia 1611.

Francisca recuperó su libertad y es sólo un ejemplo  toledano de los muchos que pueden ponerse. El Archivo Histórico Provincial y la sección Inquisición del Archivo Histórico Nacional contienen decenas de nombres de esclavas y esclavos que vivieron aquí y, en gran medida, terminaron aquí sus días casados y casadas con personas libres o con otros esclavos. Aunque muchos pedían permiso para volver a Berbería cuando recuperaban la libertad, la mayor parte de ellos prefirió seguir en Toledo. O en Madrid, en Murcia, en Chinchilla de Montearagón y en todos y cada uno de los pueblos y ciudades españoles donde vivieron, pues el fenómeno de la esclavitud y la presencia y mezcla africana y asiática es una constante en la historia de España y en toda su geografía.

 

Compraventa de una esclava “de color moreno” llamada Paula en Chinchilla (Archivo Provincial de Albacete)

Aunque sea imposible rastrear genealogías, pues muchos y muchas de quienes llegaron en barcos desde África en los siglos XVI y XVII terminaron adoptando nombres castellanos y, con ello, diluyendo su identidad original. Aunque el cine y la literatura (y el miedo a enfrentarnos de forma crítica a nuestra propia historia) nos hagan creer que el fenómeno de la esclavitud es propio de Estados Unidos pero no de España, no es así. La esclavitud de entonces y el racismo estructural que estos días no consigue ocultar la sociedad americana, van de la mano. El motor del capitalismo y del esplendor imperial de España y Portugal se debió en gran parte al trabajo esclavo dentro y fuera de nuestras fronteras. No hay un sólo imperio, desde la Antigüedad al presente, que se haya levantada sin mano de obra esclava. No es una historia de religiones ni de países, sino de poder y de clases.

La historia silenciada. Esclavitud y negros en Andalucía. (Canal Sur – 1999)

 

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