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Siempre voy apuntando las referencias de los papelotes que me encuentro en los archivos, como el que ya os presenté del incendio del alcuzón de la catedral hace tres siglos y medio, para publicarlos cuando pueda. Hoy os traigo el relato del miedo que sufrieron toledanos y toledanas en 1631, tras desatarse en Milán y Lombardía una epidemia de peste cuyos efectos se notaron también en la península.

La guerra fue la culpable según uno de sus mejores estudiosos, Geoffrey Parker. Miles de soldados moviéndose tras la crisis de sucesión de Mantua preparados para la enésima guerra europea, en Monferrato, extendieron una epidemia que se había localizado en Milán y poco después terminó afectando a decenas de miles de personas por varios países de Europa. La llamada plaga milanesa fue altamente mortífera, y las autoridades locales en Milán y Madrid (ciudades principales de la Monarquía Hispánica) no estuvieron rápidas en la toma de decisiones ni mantuvieron estrategias comunes al enfrentarse a ella. La guerra era un hecho, y como consecuencia de ella, hambrunas y desplazamientos masivos. Pero los intereses políticos de quienes gobernaban discurrían en paralelo a estas obviedades, y tanto la Monarquía Hispánica como Francia y otros potentados italianos tenían más intereses en la sucesión del Ducado que en atender la incipiente epidemia.

Peste de Azoth de Poussin, inspirada en la peste milanesa de 1631 (Museo del Louvre, París)

Este brote de peste en el norte de Italia comenzó como casi todos, con desavenencias entre quienes saben y quienes mandan. Varios médicos advirtieron del riesgo tras percibir las muertes «aisladas» de muchas personas, pero los asuntos de la guerra eran más importantes para el gobernador de Milán, que desoyó los consejos. En vez de cerrar la ciudad, mecanismo habitual ante brotes de peste y epidemias, abrió sus puertas y celebró una multitudinaria fiesta con ocasión del nacimiento del príncipe Baltasar Carlos, heredero de Felipe IV al trono de la Monarquía Hispánica. La ciudad se llenó de gente y la peste encontró en el gobernador un perfecto aliado. Pocos días después, sus efectos eran ya imposibles de mitigar.

La desinformación no ayudó a frenar la psicosis, alimentada por bulos que circulaban por los mentideros, como las fake news circulan estos días por los grupos de whatsapp. Por toda Lombardía se extendieron los rumores que hablaban de los untadores, hombres desalmados cuyo objetivo era destruir a los milaneses propagando a toda costa la peste, para lo cual untaban sin que nadie les viera los bancos de las iglesias con polvos y venenos que contagiasen rápidamente a quienes iban a rezar. Untadores que, según todos los rumores, eran siempre extranjeros. El otro, siempre el otro, el que viene de fuera, es el culpable de los malos propios y protagonista de estos bulos. Siempre hay un tonto que se presenta ante los suyos como el salvapatrias de turno, esgrimiendo como única razón de sus políticas la criminalización y extranjerización de todos los males que afectan a su pueblo. Lo estudió magistralmente el historiador Carlo Ginzburg en su libro Historia Nocturna, narrando cómo el miedo al judío que mataba niños y envenenaba pozos en la Edad Media mutó en el miedo a las brujas en la Edad Moderna y hoy, de dedicarle una nueva edición a la obra, habría mutado en los discursos xenófobos de algunos líderes políticos. Siempre aparecen los tontos del apocalipsis acusando a pobres y a extranjeros de los males presentes, desviando la atención de debates que no deberíamos olvidar. Siempre hay quien, en el siglo XXI, sigue queriendo resolverlo todo como en el siglo XVII.

Santa Maria della Salute (Venecia)

La peste remitió tras ser controlada, dejando miles de muertos pero también algunas «secuelas» bellísimas. En un mundo en el que la espiritualidad lo era todo y cualquier suceso o acción humana o natural eran entendidos a la luz de la religión, los italianos dieron gracias al cielo por el fin de la peste erigiendo uno de los símbolos más conocidos de Venezia, Santa Maria della Salute.

 

El Doctor Juan Vázquez y la epidemia extranjera (o los ecos de la peste en Toledo)

En 1631 Jorge Manuel Theotocopuli estaba viendo terminar su formidable cúpula en la Capilla Mozárabe de la Catedral cuando la ciudad comenzaba a sentir los efectos de una epidemia que comenzaba a descontrolarse. Madrid y la corte de Felipe IV habían cerrado puertas y murallas «después que los contagiosos polvos de Milán la hayan cercado», escribía Alonso del Castillo Solórzano. Avisos anónimos contaban cómo en Milán «a traición sin castigo, con ciertos ungüentos avenenados y polvos de la misma calidad, que en pocas horas hacen morir las personas» habían sido los causantes de la epidemia provocada por extranjeros. Hubo quien no escatimó en fabulaciones y trasladó al papel, sin prueba alguna, cómo se fabricaban aquellos ungüentos que supuestamente se echaban sobre la ropa de la gente y en las pilas de agua bendita de las iglesias. La falsa noticia (convertida en verdad para muchos tras repetirla mil veces) de que los enemigos de Dios y de la Monarquía Hispánica habían hecho correr aquella plaga mediante polvos pestilentes, caló hondamente en Madrid y en Toledo.

Relación en castellano de la peste de Milán, 1632 (Biblioteca Nacional, MSS/3207)

En septiembre de 1630 se proclamó un bando por orden del rey que terminaba de confirmar las sospechas de este mal extranjero, afirmando que «algunos enemigos del género humano tratan de sembrar los polvos que con tanto rigor han causado la peste en el estado de Milán». Quedaba con ello proclamado el estado de alarma, acordonando el reino, cerradas sus fronteras y declarándose la cuarentena. El rey, la máxima autoridad, acababa de confirmar los rumores, y había vuelto cierta una mentira para todos sus súbditos. O casi todos. Poco después el doctor Juan Vázquez, médico del Cardenal-Infante don Fernando, arzobispo de Toledo y hermano del rey Felipe IV, escribía de forma apresurada al alcalde (corregidor) de la ciudad de Toledo, el conde de Revilla, unas nociones básicas sobre el origen de la epidemia y cómo combatirla. La dedicatoria no es baladí, pues el autor la presenta a quien manda, a quien tiene que tomar medidas impopulares y drásticas. Vázquez explicaba que lo hacía porque en una Res Pública el cerebro era el rey y el corazón sus criados y funcionarios, como el alcalde. Por eso dirigía su tratado al conde de Revilla, para «exponer al favor de Vuestra Señoría el mal formado juicio de esta común epidemia que lastima su República». Vázquez, vecino de Toledo, conocería de primera mano cómo los bulos, las fake news, se estaban apoderando de los toledanos, y buscaba poner remedio con esta obrilla de un médico reputado y bien posicionado que pudiera influir en la toma de decisiones políticas.

Juan Vázquez, Juicio de la enfermedad que estos días comunmente aflige nuestra ciudad de Toledo, Juan Ruiz de Pereda, 1631

El doctor Vázquez era también médico del infante Baltasar Carlos, aquel cuyo nacimiento llevó al gobernador de Milán a abrir las puertas y celebrar una fiesta que detonó los contagios por Lombardía. Su obrilla es una rareza no recogida en CCPB ni entre los fondos de la Biblioteca Regional, conocida ya por el siempre recordado Juan Sánchez y por Fernando Martínez Gil, que la citó en algunos de sus trabajos sobre la crisis y la muerte en el Toledo del Antiguo Régimen. Yo me voy a limitar a esbozar algunos de sus contenidos y a dejaros por aquí las imágenes, para que podáis leer cómo se vivía, afrontaba y temía una epidemia descontrolada en Lombardía, con todos los paralelismos que podemos extraer con esta situación actual que nos impone permanecer en casa, nos guste o no, lo entendamos o no. Porque tanto entonces como hoy se dieron factores comunes como la desinformación, el desconcierto, la xenofobia y las decisiones políticas contradictorias.

Vázquez dio a la imprenta su tratado en un momento marcado por el desconcierto al no saber «cuando está corregida, cuándo enmendada en parte y cuándo en todo» la epidemia. Se resistía a llamarlo peste ya que los síntomas eran distintos, y se limitaba a definirlo como una «enfermedad que comunmente anda ahora, no sólo en esta ciudad y en este reino, sino en diversas provincias, como consta de la información de los pasajeros que vienen a esta ciudad, es una calentura maliciosa continua y contagiosa, que no sigue camino cierto, ni regla, por donde tenga fija curación«. Vázquez se limitaba a constatar que pasaba algo, que la gente se contagiaba y que no había lógica que permitiese diagnosticarla. Tampoco, de momento, curarla.

Podemos fecharla en unos días también cercanos a los actuales, en el invierno de 1631, un tiempo «generalmente sano, en particular en esta ciudad de Toledo, benigno y favorable». La población en riesgo de contagio no era la misma, pues no discriminaba en 1631 «tanto que ni se ha escapado mozo ni viejo, niño o mancebo, que no haya probado el rigor de este temeroso mal (no digo que a todos ha dado, sino que ha comprehendido esta malicia no sólo a los de mediana edad, sino a los viejos y mozos) llegando los más al término postrero de su vida, y muchos al de la muerte». Como la peste.

Más allá de explicar el origen, Vázquez insistía en descartar teorías que no ayudasen a afrontar la epidemia con rigor científico. Pero la medicina de 1631 seguía manteniendo planteamientos galénicos e hipocráticos (todo el tratado está lleno de citas a estos dos autores, a los cuales dedica las últimas páginas), combinados con astrológicos, que hoy suenan disparatados. Defendía que las causas de la epidemia eran universales «como es concurso de las estrellas, el movimiento de los astros, la situación de los signos» que alteraban la disposición humana.

Pero intentaba ir más allá y ver cómo estas causas «infeccionaban» el aire, aguas y alimentos, en los que Vázquez decía estar la causa principal de la epidemia. En ellos y en la moral toledana, pues «no es la menor y menos universal por nuestros pecados, la de la falta de alimento que en ella (como después diré) a mi parecer consiste el presente daño». Fe, ciencia y magia seguían fundiéndose en la mentalidad de este reputado –aunque poco actualizado– médico toledano que buscaba la explicación y la cura de esta epidemia sin dejar de mirar al cielo.

«Es, pues, la falta de alimentos que hay y que ha habido» la razón principal de la enfermedad para Vázquez. Puede sorprender la explicación que se basaba en la abundancia de extranjeros, llegados a las ciudades ricas del reino «como si en esta ciudad y en las referidas hubiera sobra de mantenimientos, que a ellos faltan». Ellos eran para el autor los culpables de la falta de trigo para hacer pan de calidad, los excesos de cebada y la pésima calidad de las legumbres, que consideraba menos nutritivas que el pan, como las habas y lentejas «ponzoñosas, que a no ir mezcladas con otras proporcionadas a nuestra naturaleza, fueran veneno».

 

Aquellas legumbres eran para las bestias, mientras que el pan, la carne y el vino eran la base de la alimentación recomendable para los humanos. La pésima calidad de la alimentación tenía, según Vázquez, siempre un mismo culpable:

«pobres han venido, forasteros, que trayendo la mala calidad que engendraron por el pravo uso de mantenimientos, la han comunicado a tantos ciudadanos (…) pues es tanta la cantidad de pobres que apenas se ha eximido de uno, cuando viene otro, estando los lugares, los caminos, las ciudades, llenas de gente semejante. Estos aunque no sean comprehendidos de la enfermedad que anda, lo son en expirar la perversa calidad que tienen dispuesta a inducir calenturas maliciosas, porque en ella más que en otra cosa consiste su esencia (…) siendo los pobres quienes nos traen estas enfermedades, se ha de advertir con notable diligencia ampararlos, regalarlos y administrarles lo necesario, acudiéndoles por parroquias para que si puede ser no anden mendigando o, por lo menos, en lo que se pudiere se debe excusar favoreciendo también a los forasteros con que puedan pasar su camino sin dejarlos ser habitadores de esta ciudad, de donde es bien se destierren los vagamundos, porque de todos resulta esta prava calidad, ya padeciendo la misma epidemia que todos».

 

Mendigo en Toledo, por Casiano Alguacil (Biblioteca Nacional)

La imagen de la ciudad es desoladora. Pobres y ricos fueron contagiados y murieron en pocos días, aunque siempre quienes menos tienen, los más débiles, resisten peor cualquier crisis o epidemia. «Se han muerto muchísimos pobres, pero como ni se repara ni se oyen campanas por ellos, se juzga no mueren, siendo tan al contrario como tengo dicho«.

Por eso la Hermandad de la Santa Caridad «no hay día que no entierre dos, tres y muchos cuatro y más pobres, que a las manos de la necesidad y del hambre se hallaron muertos, extenuados (…) Dígalo también la piadosa Hermandad de los Desamparados, en cuyo amparo ya que no hallasen el que buscaban, hallaban por lo menos el principal de la vida eterna, confesando y comulgando sin que su extenuidad les diese lugar a otra cosa». Quienes mejor parados salieron fueron los monasterios y conventos, dadas sus condiciones de clausura, y tan sólo entre los Trinitarios murieron algunos, por la misma razón que afectaba al resto de vecinos: «la mayor comunicación que tienen a pobres».

Paseo del Carmen, antiguo Pradito de la Caridad donde se enterraban aquellos pobres y desamparados.

Los apenas 12 folios del tratado de Vázquez contienen abundantes explicaciones de lo que el autor consideraba origen del problema, pero apenas unas cuantas líneas sobre recomendaciones y soluciones. Más allá de que mejorar la calidad de los alimentos (del trigo especialmente) sería deseable y que controlar los movimientos de gente (extranjera y pobre sobre todo) sería prioritario, el médico no aportaba ninguna solución, prueba del desconocimiento que aún tenía cuando se desató la epidemia.

Y es quizá en ese punto donde más clara se ve la distancia entre la medicina que comenzaba a abrirse paso y quienes, como él, se mantenían en gran parte ajenos a la ciencia moderna. No negaba la validez de las sangrías para curar a los enfermos, aunque prefería que no fueran abundantes, aunque sí la validez del vino como remedio, al que consideraba «el peor alexifármaco, por lo que repara de fuerzas, y así en su pérdida le alabo». Sin duda la higiene personal y social era importante, y así se lo hizo saber al alcalde toledano a quien dedicaba la obra, pues él debía ser quien tomase la decisión de imponer medidas efectivas aunque impopulares: «La ciudad se ha de procurar limpiar con tanta perseverancia, que no haya día que las calles no estén barridas y en tiempo de calor regadas. Esto es lo que más importa para la conservación de la salud de esta ciudad».

 

Vázquez aconsejaba sahumar con incienso las casas y calles de Toledo con juncia y otras plantas para que el aire se purifique del que los pobres, siempre ellos, «puedan inducir». Y aunque es cierto que defendía que su intención «no es otro que confesándome hijo de esta ciudad, mirar por su utilidad, provecho y salud», no lo es menos que también miraba por su propia salud económica y su provecho personal. Vázquez reservaba el último párrafo para promover su propio negocio, anunciando tener una posible solución al contagio «con una conserva que para este efecto la traen varios autores, y yo tengo experimentado, de ruda y otras cosas, que a quien la quisiere saber diré con mucho gusto, junto con la cantidad que se ha de tomar».

Vázquez conocía de primera mano la necesidad de las autoridades locales y de toledanos pudientes por frenar el contagio, y aprovechaba en su tratado para presentar, sino una vacuna, si un remedio que mitigase la situación. También antes, como hoy, siempre en tiempos recios en los que el miedo se apodera de nosotros, no faltan quienes aprovechan para hacer negocio.

Os dejo por aquí las últimas imágenes del tratado de Vázquez, localizado en la Biblioteca Nacional de Madrid, también en cuarentena y cerrada desde hace días. Volverá a abrir, volveremos a sus salas y recuperaremos la normalidad.

En Italia lo tienen claro: #celafaremo

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