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“El puesto central que ocupa el islam en la escenografía mental hispana (…) Temido, envidiado, combatido, denostado, el musulmán-sarraceno, morisco, turco o marroquí- alimenta desde hace diez siglos leyendas y fantasías, motiva cantares y poemas, protagoniza dramas y novelas, estimula poderosamente los mecanismos de nuestra imaginación” (Juan Goytisolo, Crónicas sarracinas)

Hace semanas se desataba un incendio en la mezquita-catedral de Córdoba y la polarización política de cada día saltó también con esta noticia. Hordas de trolls desde cuentas anónimas pero también desde pseudomedios de información se lanzaban a corregir a quienes hablaban de la mezquita de Córdoba recordando que era también una catedral, soltando multitud de mensajes racistas e islamófobos que ya han sido denunciados ante la fiscalía por delito de odio. Otra vez “los moros” al centro del debate, porque los trolls consideraban que la mezquita debería arder porque no era nuestra (española) sino de ellos (los moros). Cuestiones de alteridad, siempre retorcida.

Qué son los moros

Mensajes en X – Twitter el día del incendio de la Mezquita-Catedral de Córdoba

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Mensajes en X – Twitter el día del incendio de la Mezquita-Catedral de Córdoba

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Mensajes en X – Twitter el día del incendio de la Mezquita-Catedral de Córdoba

Hasta Pérez Reverte, poco sospechoso de islamofilia, se hizo eco del sesgo irracional de la polémica. Pero para los trolls, la mezquita es de “los moros” y nosotros ni fuimos ni somos ni seremos nunca “los moros”. Pocas cosas más peligrosas que tomar partido por tal o cual época y sociedad, sin atender a las continuidades -y no tanto las rupturas- que explican la historia. Fernando Bravo López lo viene estudiando desde hace tiempo en trabajos como este:

“Para la mayor parte del conservadurismo español más retrógrado, ese pasado andalusí, fuera lo esplendoroso que fuera —si es que realmente lo fue, y muchos no lo creían— no era “nuestro”. Los “nuestros”, los “verdaderos españoles” cabalgaban al lado de Santiago. Desde este punto de vista, por tanto, la regeneración, la verdadera superación de la decadencia española, sólo vendría con el rechazo total de las ideas extranjeras que estaban pervirtiendo al pueblo y la vuelta a la auténtica España: la de Covadonga, Las Navas y Lepanto.”

Qué son los moros

Incendio que ocurrió poco después de los altercados de Torre Pacheco y de los intentos de prohibir en Jumilla la celebración de fiestas musulmanas en recintos deportivos, camuflando la prohibición con (falsos) argumentos laicistas. Otra vez, “los moros”, todos, desde los que construyeron la mezquita de Córdoba hasta los migrantes marroquíes actuales. Hasta los obispos han tenido que recordar que “un xenófobo no puede ser un verdadero cristiano”, ni defender ideologías supremacistas pretendiendo sustentarlas en valores católicos.

Y yo venía de cruzar Tarifa por la Puerta de Jerez bajo la placa que recuerda que la ciudad fue “ganada a los moros” en 1292 (aún nadie había inventado el cuento de la reconquista), para pasar una semana en Tánger visitando cementerios judíos e iglesias cristianas indistinguibles en su arte de las mezquitas. Y ese concepto de «moro» se me agolpa en la cabeza sin entender bien cuántos, quiénes ni qué son o eran, más allá de la obsesión que decía Goytisolo que nos turba a los españoles.

Qué son los Moros

Puerta de Jerez (Tarifa, Cádiz)

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Altar de la iglesia de San Andrés (Tánger, Marruecos)

Antes venía de Córdoba, de Sevilla y de Granada, como cada mes de julio desde hace años, recorriendo las capitales andalusíes junto a alumnos de EEUU y leyendo algunos textos del cordobés Ibn Hazm a quien hoy muchos llaman moro pero hasta hace no tanto otros llamaron musulmán “de pura raza española” y habitante de una “España musulmana” diversa sin complejos. Y no eran precisamente pensadores de izquierda o woke, sino periodistas, historiadores y políticos defensores de la dictadura de Primo de Rivera y del Golpe de Estado de 1936, cautivos de una obsesión racial que, sin quererlo, facilitó que Alándalus no fuese entendido como un paréntesis sino como un capítulo más de la historia de España, en la que los constructores de la mezquita de Córdoba o los astrónomos toledanos como Azarquiel, eran tan españoles como sus primos cristianos del norte.

Entonces, ¿Quién conquistó y a quién se ganaron las ciudades y expulsaron de sus lugares? ¿Quiénes eran los habitantes de Alándalus, de dónde vinieron -si es que no estaban ya antes- y a dónde se fueron -si es que alguna vez lo hicieron? ¿Quiénes eran “los moros” y qué tiene que ver la historia de Alándalus con ellos?

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Monumento a Ibn Hazm (Puerta de Sevilla, Córdoba).

La diversidad andalusí: los que ya estaban y los (pocos) que vinieron de fuera

La palabra moro no ha tenido un significado religioso, ni racial, ni peyorativo en sus orígenes y no ha sido hasta tiempos recientes cuando ha sido así. De los mil trabajos que hay, os dejo esta tesis doctoral de Aquilino José Álvarez Blanco, a quien sigo en este punto. Los griegos llamaban maurós a los habitantes del norte de África, y sus continuadores directos, los romanos, lo delimitaron ya a una de sus provincias conquistadas: la Mauretania Tingitana, cuya capital era Tingis, la actual Tánger. Los mauros eran unos habitantes más del imperio romano. Ya en el siglo VII, San Isidoro de Sevilla hablaba de los nombres de los pueblos en sus Etimologías y ahí, por primera vez, equiparaba la geografía con el color de piel, contando que “a causa del calor estival, su tez [de los mauros] fue tomando un color oscuro”, atribuyendo el color de los actuales mauritanos a los de toda la provincia.

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Provincias romanas de Hispania y Mauretania Tingitana

Por tanto, mucho antes de que existiera el islam, el término mauro servía para definir a los vecinos del otro lado del Estrecho, más allá de las infinitas realidades religiosas (paganos, díscolos visigodos huidos o expulsados, judíos, cristianos bizantinos, etc.) que existían en esa tierra. No debería extrañar que la Crónica de 741, la más antigua que tenemos para explicar la expansión del islam a Hispania, sólo hable de mauros una vez para referirse a los norteafricanos, sin que estos tengan nada que ver con una nueva religión (el islam) de la que la crónica ni siquiera habla, precisamente porque en esos primeros momentos no era vista como otra cosa que no fuera una herejía (otra más) del cristianismo. En cambio, sí recoge términos concretos para los que llegan de Oriente: arabicus, ismaelita y sarraceno. Unos y otros eran considerados distintos, y ambos se unirían a los hispanos peninsulares tras derrocar a los reyes visigodos y dar comienzo a Alándalus.

Por tanto, en los orígenes de Alándalus, la población de la Península Ibérica se dividía en tres grupos distintos con un mismo origen:

  • Cristianos del norte, que comenzarían su proceso de división y guerra entre ellos hasta convertirse en cinco reinos distintos con distintas lenguas, monarquías e intereses (Portugal, Aragón, Navarra, León y luego Castilla). Una minoría durante siglos.
  • Cristianos que permanecieron en Alándalus, acomodados en la nueva sociedad islámica, que conocemos con el nombre de mozárabes o musta’rib (arabizados) como lo fueron también los judíos permanecieron junto a ellos en Alándalus. Unos y otros mantuvieron su religión pero se arabizaron culturalmente e islamizaron políticamente.
  • Cristianos que renegaron del cristianismo de forma masiva y terminaron convirtiéndose al islam, conocidos como muwalladun o muladíes. En el siglo IX, cuando la islamización de Alándalus era ya sólida, estos musulmanes hispanos componían la mayoría de la población frente a los baladíes, los escasos árabes que llegaron, y los mauros que participaron en la conquista. Cambiaron su cultura (el árabe) y muchos su religión (el islam), pero mantuvieron intacto su sentido de pertenencia a la tierra de sus antepasados y se integraron en un infinito dar al-Islam, la tierra del islam, diverso en sus manifestaciones culturales, económicas, sociales y étnicas. 

Las elites godas, como ha estudiado en numerosos trabajos Eduardo Manzano, fueron las primeras en garantizarse su continuidad a través de pactos y alianzas matrimoniales con los primeros musulmanes. Adoptaron el árabe como lengua y cultura, se convirtieron al islam y, tras ellos, no tardaría en hacerlo la mayoría de la población hispana, buscando el mismo acomodo. Los matrimonios mixtos debieron ser tan numerosos que el Papa Adriano I lamentó ese fenómeno de acomodación de los cristianos hispanos, al igual que los obispos cristianos en el Concilio de Córdoba del 836, todos con razón económica porque perdían influencia y rentas conforme avanzaban las conversiones al islam. El libro de Hagerty que he enlazado antes es fundamental para entender este fenómeno.

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Iglesia de San Román

Apenas tenemos datos de esas elites godas toledanas del siglo VIII, pues las fuentes son escasas y nos hablan de una ciudad que se entregó sin resistencia pero peleó por mantener la capitalidad de la nueva entidad política, frente a una Córdoba que terminó imponiéndose. “Las gentes de Toledo” de las crónicas posteriores son siempre señaladas como levantiscas, rebeldes, disidentes frente a la centralización del poder cordobés y reacias a perder el control político que antes tenían como capital del reino visigodo. Quizá es que no se fueron todos los godos, quizá es se quedaron y cambiaron de religión y quizá la Tulaytula andalusí surgida de aquel Toledo visigodo estaba llena de muladíes que aceptaron una nueva religión que no difería tanto de la suya, aunque difiriera de la de sus antiguos reyes convertidos a un catolicismo difícil de encajar dentro del militante monoteísmo judío, cristiano y musulmán. Estos nuevos conquistadores venían hablando de los mismos profetas (Gabriel es Yibril, Musa es Moisés, Ibrahim es Abraham, etc.) y reconocían al último de ellos, Iça ibn Maryam: Jesús hijo de María, aunque no de Dios para la teología islámica, algo fácil de aceptar entonces en plenos debates sobre la Trinidad. La mayoría, como cuenta Hagerty, no había aceptado nunca el paso del arrianismo al catolicismo, y tanto mozárabes como muladíes “preferían comprometerse dogmáticamente ante el islam y vivir en paz integrados en la civilización andalusí”. Así se entiende mejor el conocido episodio como la Jornada del Foso, brillantemente estudiada por María Crego, en la que una masacre acabó con la vida de los rebeldes toledanos y a la vez dio origen a la leyenda de La Noche Toledana.

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Alficén y barrio de poder del Toledo islámico, con el Puente de Alcántara en primer plano

El éxito de la islamización en Alándalus, una sociedad de “moros” que nunca lo fueron

La islamización fue imparable desde mediados del siglo IX. Nuevas mezquitas, ampliaciones de otras como la de Córdoba por el toledano Abderramán II y necrópolis visigodas como las de Segóbriga en Cuenca o el Tolmo de Minateda en Albacete en la que las tumbas cristianas y musulmanas se mezclan porque allí se seguían enterrando las mismas familias de musulmanes muladíes junto a sus antepasados cristianos. El derecho cristiano y musulmán se llenó de referencias sobre esa sociedad mestiza, los matrimonios mixtos, el reparto de herencias entre familias con distinta religión o la celebración conjunta de fiestas como el Mawlid musulmán o la Noche de San Juan cristiana. El poder político y religioso siempre intentó que no se llevasen a cabo estas mezclas, pero la población funcionaba de forma distinta y mayoritariamente elegía la convivencia al enfrentamiento.

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Segóbriga (Cuenca). fuente: https://cultura.castillalamancha.es/

En definitiva: los distintos grupos que formaban Alándalus en el siglo VIII, terminaron diluyéndose en una sociedad árabe, islamizada y andalusí, compuesta de una mayoría musulmana y dos minorías, cristiana y judía. María Jesús Viguera Molins explicó que “los muladíes desaparecen, como tales, de la escena política y social durante el siglo XI, para funcionar desde entonces como andalusíes y forjarse en muchos casos linajes árabes, como también hacían los beréberes ‘antiguos’, los instalados en Alándalus desde el siglo VIII”. Y fue en ese siglo XI cuando, de repente, todo se derrumbó tras una guerra civil que puso fin al poder del Califato cordobés y dividió Alándalus en decenas de taifas. Aterrado por el caos que vivía, el cordobés Ibn Hazm, uno de aquellos muladíes, escribió su última obra en la que culpaba de ese derrumbe a los rebeldes bereberes o amazigh. Y a la vez, sin quererlo, nos dejó una radiografía de los linajes que habían conformado la sociedad andalusí.

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Manuscrito del siglo XIV de El Collar de la Paloma (Leiden University Library)

Todos árabes, pero apenas ninguno de Arabia: el sentimiento hispano de pertenencia muladí

Ibn Hazm fue historiador, literato, jurisconsulto, polemista, psicólogo y quién sabe qué más, aunque no tengamos más datos. Nació en 994 y falleció en 1063. Su familia formaba parte de la élite burocrática creada por Almanzor y el final del poder centralizado en Córdoba fue el final de la influencia y del poder familiar. Murió retirado en Montija (Huelva), donde escribió su obra Ŷamharat ansāb al-‘arab  sobre los orígenes árabes de algunos linajes que se asentaron en Hispania desde el siglo VIII. Casi todo lo que sabemos sobre él es gracias al trabajo de Miguel Asín Palacios, arabista, sacerdote y procurador en Cortes franquista desde 1943 hasta su fallecimiento, además de un arabista brillante, maestro de arabistas y estudioso del sufismo, la influencia del islam español en la literatura humanista europea y tantos otros temas.

Ibn Hazm fue un firme defensor de la causa Omeya que había encumbrado a su familia y a tantas otras familias muladíes y descendientes de linajes godos que no dudaron en abrazar el islam para mantener su posición de privilegio. Y cuando el Califato colapsó y se desencadenó una guerra civil, sintió que tenía que señalar a los culpables del final del esplendor califal: los amazigh. La culpa, como tantas otras veces cuando el populismo se impone, se achacaba a quienes se consideraba extranjeros. Porque para Ibn Hazm y la mayor parte de los andalusíes, tanto los mozárabes como los muladíes como él que integraban la mayoría de la población, eran tan naturales de esta tierra como sus lejanos primos cristianos de Navarra, Aragón o León, no extranjeros ni invasores como sí consideraban a la minoría amazigh, los antiguos mauros. Ibn Hazm reafirmaba su propia identidad y la de la mayoría de andalusíes, que no vinieron de Júpiter ni de los desiertos de Arabia sino que eran los hijos y nietos de aquellos hispanos cristianos convertidos al islam. Como estudió hace décadas Jacinto Bosch, en Ibn Hazm se condensa el sentir y la identidad de quienes entendían Alándalus como una continuidad natural de la Hispania goda, con un “nacionalismo hispanomusulmán, andalusí, vinculado a la tradición árabe, [frente a] el extranjero norteafricano, representado por los bereberes no integrados a la sociedad hispanomusulmana y considerados como elemento o factor de perturbación”. Ellos, los muladíes, construyeron la mezquita de Córdoba. Los de aquí, los que siempre estuvieron aquí más allá de la religión a la que se acomodasen.

“¡Vete en mal hora, perla de la China! Me basta a mi con el rubí de España” (Ibn Hazm, El Collar de la Paloma)

Traigo aquí a Ibn Hazm por ese sentimiento de pertenencia a una tierra que venía a ser la misma: Alándalus/Hispania. El razonamiento maniqueo del “ellos” y “nosotros” que opera hoy en las cabezas de los tuiteros y agitadores de los que hablaba al principio, interesados en retorcer la historia para adecuarla a su ideario político (o en destruirla, como algunos han deseado a la mezquita-catedral), se rompe totalmente con Ibn Hazm y con la realidad de que Alándalus no es más que un capítulo (y no un paréntesis) de la historia de España. Lejos de ese desprecio abiertamente racista que esconde tachar a todo musulmán de “moro”, a todos aquellos andalusíes no se les puede dejar fuera del relato nacional mientras mantengamos las narrativas de las historias nacionales que hoy manejamos, y que desafortunadamente son mucho más que una simple historia del territorio, como quizá deberían ser.

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Calle Los Moros (Puerto de Santa María, Cádiz)

 

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