“Común opinión del vulgo es que las berenjenas fueron traídas a estas partes por los moros (…) para con ellas matar a los cristianos”. Esa común opinión de la que hablaba el agrónomo y escritor toledano Gabriel Alonso de Herrera en 1520 era lo que entonces se llamaban bulos y hoy hemos empezado a llamar fake-news. Bulos que tenían algo de verdad y no poco de mentira, y que reflejaban muy bien la mala fama de la berenjena entre los cristianos viejos del siglo XVI, los que podían presumir de no tener una gota de sangre judía ni musulmana: un alimento peligroso, nocivo, vinculado con una historia y un tiempo que querían alejar de sí. Todo tenía una explicación, y hay que buscarla en la poca verdad que decía Herrera: su origen y su masivo consumo en Al-ándalus por musulmanes y judíos, pero también por cristianos.
Gabriel Alonso de Herrera, Obra de Agricultura (Toledo, 1520)
El largo camino de la berenjena (de la mano de Dioscórides) hasta Al-Ándalus.
Está documentado que la berenjena se consumía en China e India hace más de 2.000 años. Desde allí fue extendiéndose por Asia, aclimatándose a nuevas regiones, cambiando de color y multiplicándose en variantes hasta llegar a Persia, donde adoptó el origen del nombre con el que hoy la conocemos: bâdengân. La berenjena se convirtió en una planta extendida por todo el mundo islámico, llegando hacia el siglo IX a Al-Ándalus para ser protagonista de algo que parece moderno pero no lo es en absoluto: la cocina fusión. La dieta mediterránea le lleva siglos de ventaja a quienes hoy parece que han inventado todo esto, cuando en realidad hace cientos de años que nuestra cocina es una fusión en sí misma. A la triada romana, a las frutas y especies autóctonas, a partir del siglo VIII se sumaron otras procedentes de Asia y del entorno del Mediterráneo con la expansión del islam. Dieta que fue posible gracias a una revolución total que incorporó nuevas técnicas de cultivo y de irrigación que cambiaron por completo el paisaje agrícola de la península. Nuestros campos de arroz y de naranjas, frutales como las sandías y los melones, huertos llenos de zanahorias, alcachofas y plantas aromáticas y especias como los cominos o el cilantro, son sólo algunos ejemplos de las infinitas aportaciones que llegaron procedentes del actual Irán, de China o de Jordania.
Si esta revolución tuvo lugar en Al-Ándalus fue en gran parte gracias a un libro, el De Materia Medica de Dioscórides, médico griego nacido en la Cilicia turca del siglo I que compuso el mayor y más completo tratado de botánica conocido entonces. En el siglo X el califa Abderramán III recibiría un ejemplar en griego de la obra, un manuscrito ricamente iluminado que fue puesto en manos de un equipo que refleja a la perfección la realidad cultural de entonces: un monje cristiano, un médico judío y varios colaboradores musulmanes. Con la traducción al árabe del De Materia Medica y la localización durante años de las especies descritas en el tratado que llevaron a cabo aquellos cordobeses, Al-Ándalus pasaba a integrarse ya por completo en esa gran revolución verde iniciada un siglo atrás. Y la berenjena a ser un alimento bien conocido, aunque no exento de críticas.
Dioscorides, De Materia Medica, s. X (Morgan Library, MS. M. 652, fol. 57r)
Su fama se expandió tan rápido por Europa como sus semillas, y la bâdengân persa pasó por distintas derivaciones latinas hasta dar con el nombre con el que hoy se reconoce en países como Grecia o Italia: melanzana o melitzana. La berenjena se consumía tanto y de formas tan distintas en la Tulaytula andalusí y en todo al-Ándalus, que terminó siendo a ojos de los cristianos del norte un alimento impropio para ellos por lo mucho que lo consumían sus vecinos del sur. Las sospechas tenían pleno sentido en un contexto de medicina galénica como aquel, en el cual se entendía la salud como la forma de equilibrio perfecto de los cuatro humores que creían que componían el organismo humano y sus partes: la sangre identificada con el aire, la flema con el agua, la cólera con el fuego y la melancolía con la tierra. La berenjena fue encuadrada dentro del grupo del fuego, causa de su calidad agria y amarga que dañaba la lengua y que podía generar con facilidad humores coléricos y bilis negra, mal color en la piel, provocar afecciones epidérmicas y hemorroides y causar tristeza. Pero en aquella Castilla en expansión la condena a la berenjena tenía más componentes culturales y religiosos que dietéticos y científicos. Esa idea de que generaba melancolía y locura (como se ve en su raíz latina que pervive en italiano, mela insana) se instaló en las mentes y en las mesas de los castellanos y leoneses, que terminaron dando forma a una dieta en tantos aspectos antagonista de la de los andalusíes, siempre reducidos a la mínima expresión de musulmanes sin que todos lo fueran.
Toledo era entonces una ciudad de innegable herencia judía y musulmana hasta el siglo XV, aunque hoy sólo quede de aquello el lucrativo mito turístico de la “ciudad de las tres culturas”. Y en un contexto de rivalidad urbana entre las principales ciudades castellanas, aquello nos valió el insulto de berenjeneros y la identificación de todos los toledanos (independientemente de su religión) con el consumo de berenjenas en distintas formas. No encontraron mejor forma de desacreditarnos que por la vía de lo que comíamos.
¡Berenjeneros! Cuando la comida se volvió en vituperio…
En 1480 se extiende por la vieja Castilla un insulto dirigido a los toledanos: ¡berenjeneros!. León, Burgos y Toledo pugnan por la principalidad de las ciudades castellanas y los ataques de norte a sur se vuelven encarnizadas. Al fin y al cabo, todas buscan garantizarse una posición de privilegio, blindarse en lo económico y contar con un acceso privilegiado al monarca. Toledo se ampara en su antigüedad como capital y en su primacía en los títulos de los reyes (de Castilla, de Toledo, de León, etc.). Frente a ello, León defendía que mucho presumían en Toledo con los godos, pero que de godos tenían poco porque fueron conquistados e integrados en Al-Ándalus durante casi 4 siglos. Que lo godo sobrevivía (como sobrevive hoy) en las ensoñaciones de algunos, pero que nuestra ciudad era una herencia directa de Al-Ándalus. Es más, decían que un rey leonés como Alfonso VI tuvo que liberarnos del yugo sarraceno, y que de no ser por él, seguiríamos como seguían entonces en Granada (Cuánto se parecen aquellos argumentos a otros que hemos empezado a escuchar de forma recurrente en televisiones y radios de hace un par de años a esta parte…). Y que no había más que ver lo que comíamos para demostrar que, lejos de los excesos de carne y vino (y de las dignísimas muertes por gota de las buenos cristianos viejos), nuestras mesas estaban llenas de berenjenas.
Alboronía preparada junto a Cocinarte Toledo para el proyecto Cómete la historia que podéis conocer aquí.
Y en las reuniones de cortes junto al rey, cuando los representantes de Toledo tomaban la palabra se oían siempre voces de los representantes de León y otras ciudades castellanas mostrando nuestras vergüenzas: ¡berenjeneros!. No había más clara muestra de nuestra sangre manchada e impura que nuestras mesas y nuestra dieta. En su campaña antitoledana los leoneses insistieron en esa innegable herencia judía e islámica (se olvidaban, claro, también de la cristiana mozárabe, culturamente tan andalusí como sus vecinos musulmanes y judíos; pero claro, se les agrietaba el discurso) que podía rastrearse en qué y cómo comíamos. Es más, un siglo después el toledano y judeoconverso Horozco de Covarrubias publicaba El libro de los proverbios glosados donde reconocía la losa del insulto berenjenero que aún caía sobre la ciudad, pues nadie dudaba entonces, con el fin de Al-Ándalus tan cerca, de que Tulaytula había dado paso a un Toledo mucho más diverso, mixto, mestizo que León, Burgos o Compostela. Lo sabían fuera y lo sufrían dentro de Toledo, porque la sociedad castellana comenzaba a volverse loca sumida en la psicosis de la limpieza de sangre.
Con el paso de los siglos el insulto berenjenero terminó afectando a la dieta. Los toledanos fueron dejando de comer berenjena para no ser señalados como sospechosos de ser cristianos nuevos y esta planta desapareció de las mesas. Expulsar a los judíos y a los musulmanes era también expulsar la memoria de Al-Ándalus y de Sefarad y todas las manifestaciones que a ojos de otros remitiesen a aquellos siglos de «dominación», independientemente de si lo habían sido también de los cristianos. El qué dirán de toda la vida. Y mientras las mesas toledanas se vaciaban de berenjenas en ese tiempo de los siglos XVI y XVII de una ciudad en decadencia, psicótica en su obsesión por la limpieza de sangre, la literatura se llenó de referencias a aquella diversidad gastronómica en extinción que tenía a la berenjena como muestra inequívoca de la herencia andalusí de la que se quería huir. Afortunadamente para todos, en muchos pueblos de nuestro alrededor y de La Mancha, las berenjenas siguen formando parte de las mesas en forma de pistos y derivados o son, como en el caso de Almagro, no sólo un alimento de enorme arraigo cultural sino también de gran valor económico y comercial.
Libro de Cocina compuesto por el Maestre Ruperto de Nola (Toledo, 1525). Ejemplar de la BNE.
El Libro de cocina compuesto por el maestre Ruberto de Nola impreso en 1525 fue la primera obra de cocina impresa en Toledo, además de la primera edición en todo el reino de este bestseller que se continuó imprimiendo en sucesivas ediciones. Dos de sus recetas son consideradas “a la morisca” (berenjenas y calabazas), y en ambas se emplean técnicas típicamente andalusíes, con preparaciones en tortillas, purés y fritos. En La Lozana Andaluza la protagonista cuenta los guisos que aprendió de su abuela, y entre ellos explicaba que además del cuscús con garbanzos, el arroz, las kefta o albóndigas con cilantro y tantos otros platos de tradición andalusí, cocinaba con gusto “alboronía, ¡por maravilla! Y cazuela de berenjenas moxíes en perfección; cazuela con su ajico y su cominico y saborcico de vinagre”. En el Quijote hay varias alusiones a todo ello, como cuando dice Sancho que “por la mayor parte he oído decir que los moros son amigos de berenjenas”, o cuando repite las palabras de don Quijote refiriéndose a Cide Hamete y los llama Cide Hamete Berenjena, con una mezcla de burla pero también de reconocimiento de un alimento que sonaba ya lejano, extranjero, en la mente de quien pretendía ser cristiano viejo y limpio de sangre.
Más allá de la literatura, quizá el mejor ejemplo de los peligros de la berenjena y el peor sueño que un cristiano viejo pudiera tener, sería verse metido sólo frente a un campo de berenjenas o berenjenal (no así de un campo de rosas o de granadas), que quizá uno de los primeros en dejar por escrita fue el Arcipreste de Talavera, decidido misógino participante de la Querella de las mujeres, que insistía en su ya conocida obra que “el diablo quizá nos metió en este berenjenal”. Expresión que aún perdura entre nosotros. Al berenjenal se llegaba sólo conducido por el diablo, que ya por entonces y como escribía en esos años Gabriel Alonso de Herrera, tomaba una de sus múltiples formas en brujas, judíos y musulmanes, pues “común opinión del vulgo es que las berenjenas fueron traídas a estas partes por los moros cuando de allende pasaron en España, y que las trajeron para con ellas matar a los cristianos. Yo bien pienso que los moros las trajesen de allende, pues que, en cuanto yo me acuerdo, no he hallado palabra de ellas en alguno de los libros latinos que antiguamente fueron escritos”. A quien sí leyó sin duda fue a Ibn Wafid, médico de la Tulaytula del siglo XI, a quien seguía descaradamente y citaba poco y mal, pero esa es otra historia.
Quien presumía de reputado botánico y agrónomo en el Toledo del siglo XVI resulta que no había leído De Materia Medica, la obra clásica, donde la berenjena ocupaba un lugar destacado. De haber vivido un par de años más podía haberlo leído en una de las ediciones más cuidadas que se hicieron de él, convirtiendo al ya de por sí afamado tratado en el más utilizado en España hasta el siglo XVIII: la de Andrés Laguna, un humanista y judeoconverso segoviano que durante gran parte de su vida ejerció la medicina y se entregó a la investigación lejos de su tierra, asfixiada y asfixiante en aquellos años de obsesión por la limpieza de sangre. El 15 de septiembre de 1555 dio por terminada la obra y la dedicó al príncipe Felipe, futuro Felipe II, en Amberes. También al príncipe le envió un ejemplar coloreado, encuadernado y ennoblecido especialmente para él, que hoy se conserva en la Biblioteca Nacional. Como 6 siglos atrás hiciera el monje Nicolás con Abderramán III cuando le entregó aquel manuscrito en griego, el nuevo príncipe de la misma tierra recibía una edición renovada de aquella obra, traducida al castellano. Una joya bibliográfica que me ha servido para hacer mía toda esta historia y dar forma al nuevo logotipo de este proyecto de divulgación e investigación histórica que cumplirá este verano cuatro años.
Un nuevo logo para un proyecto renovado. Tulaytula, 2022.
A partir de la segunda mitad del siglo XV, el esclarecimiento del texto “original” de De Materia Médica de Dioscórides a partir de las numerosas traducciones que existían, así como la identificación de las plantas descritas y la confirmación de sus reales o supuestas virtudes curativas y alimenticias, ocupó la labor de muchos médicos europeos. Había que actualizar esa gran enciclopedia a tiempos presentes y a regiones jamás descritas por Dioscórides, con una botánica distinta que comenzaba a experimentar una nueva revolución con la llegada de las nuevas especies procedentes de la conquista de América. A aquel humanismo médico pertenecía Andrés Laguna, judeoconverso segoviano y médico al servicio de la Emperatriz Isabel, a la que seguramente acompañó en el momento de su muerte en Toledo. Y a ese proyecto se entregó coteando manuscritos por media Europa, espcialmente en Italia, tanto de originales griegos como traducciones árabes.
Andrés Laguna era un profundo conocedor de las fuentes clásicas de la medicina, a diferencia de Herrera. Formó parte de la alta cultura europea y estaba atento a los principales debates médicos. Fue un protagonista de una incipiente revolución científica que se extendería hasta el siglo XVII, un médico de profesión y un apasionado investigador y conocedor de jardines y contextos distintos en varias regiones de Europa por las que fue estudiando y viviendo. Y fue autor de una edición de De Materia Médica que se convirtió entonces en un manual básico para médicos, botánicos, agrónomos, curiosos y hoy para coleccionistas. En ella describía la abundancia y vinculación con la geografía de las antiguas ciudades andalusíes y entonces ya castellanas, además de la historia y propiedades, diciendo que “en Castilla nace gran copia de ellas, y en especial en Toledo, lo cual se les volvió en vituperio y escarnio a los toledanos”. Un siglo después de que leoneses y burgaleses hiciesen del berenjeneros un insulto, los ecos de esa impureza de sangre toledana seguían escuchándose en Castilla.
De esta edición de Andrés Laguna de 1555 conservada en la Biblioteca Nacional, impresa en vitela, coloreada y preparada para su dedicatario, el futuro Felipe II, han salido las letras para componer ese Tulaytula que da nombre al proyecto, y la imagen que a partir de ahora va a ser su logotipo. Tipografía e imagen son obra de Olalla Ruiz y de Andrés Laguna y Juan Latio (impresor de la obra), a partes iguales, pues estos últimos eligieron esos tipos móviles que sirvieron para la impresión de la obra y hoy nos han servido para replicarlos en el logo. Podéis verlo en las páginas 424 y 425, aunque os recomiendo que echéis un rato navegando por la obra porque es una joya de la tipografía europea en sus primeros momentos. Un total de 648 imágenes de plantas, escenas cotidianas y especies diversas que no siempre son originales (muchas son copias de otras ediciones anteriores que venían empleándose en Europa por impresores italianos y alemanes), que recogen el conocimiento actualizado de la medicina clásica, renovada y ampliada por la ciencia islámica y actualizada finalmente por judeoconversos castellanos como Laguna.
Una historia compleja y reflejo de una diversidad histórica, mediterránea y europea. Más toledano no puede ser todo, aunque ninguno de sus protagonistas lo fuese.
Mil gracias Dr. Felipe por este necesario proyecto cultural TULAYTULA sobre la divulgación de la Historia ANADALUSÍ de Toledo Llegué a esta página a raíz de escuchar tu entrevista en el poscast el COLOR DE LA GRANADA. Lo que cuentas y comentas, tanto en la web como en la entrevista, me pareció muy interesante e esclarecedor: divulgas sin titubeos y sin complejos sobre lo que fue y lo que ha devinido el Toledo del que todo el mundo habla siguiendo el ralato oficial, turístico comercial. Me resultó muy interesante el articulo sobre la berenjena (bonito logotipo!!) ya que trabajo sobre un proyecto relacionado con la botánica de las plantas medicinales y aromaticas. Mil Gracias por todo.
Gracias a ti por seguirme y seguir el proyecto de Raquel con «El Color de la granada», que es una absoluta maravilla. Hay que despojarse de complejos, y lo que comemos a este lado del Estrecho está cargado de muchos de ellos. La botánica andalusí del siglo XI es un capítulo fundamental de la historia de la ciencia y de la alimentación mundial, y poco a poco intento hacerla algo más visible con la ayuda de investigadores/as que trabajan mejor que yo en ello.
Un abrazo.
Un placer seguiros a ambos, «El color de la granada» y a «Tulaytula». Suena muy bien ese proyecto sobre la botánica andalusí del siglo XI que me comentas. Por favor, mantenme informado conforme vayan publicando algo sobre ese tema.
Un abrazo.