He preparado esta entrada Ars Toletana. La «magia» en Tulaytulá y el Papa Silvestre II el Nigromante, porque estas últimas semanas ha habido varios clientes que se han sorprendido al «desmitificar» la fama nigromántica y mágica de Toledo durante algunas rutas. La famosa ars toletana o arte toledana de la Edad Media sigue atrayendo a gente curiosa que, en muchas ocasiones, se vuelve a casa más confundida cuando explicamos los orígenes del mito, su difusión por Europa y su tardío arraigo en Toledo. Por eso siempre dedico una parada a explicar qué es eso del ars toletana y a qué nos referimos cuando hablamos de magia. Y todo tiene su inicio en Al Andalus y en aquel Toledo andalusí, en Tulaytulá.
¿Recordáis la psicosis del milenarismo desatada en 1999? Si en aquel momento los locos eran los que pensaban que el mundo se iba a acabar, en el año 999 los locos eran los que creían que el mundo continuaría.
Una amplia mayoría de cristianos miraba el cambio de año con temor y miedo, convencidos de que se acercaba el final. Muchos granjeros y agricultores abandonaron las tierras bajas y se refugiaron en las montañas, a la vista del Redentor que creían que bajaría del cielo en el día del juicio final. En Roma, la antigua basílica de San Pedro se desbordó para la misa de año nuevo, pues se presumía que podía ser la última antes del fin de los días. A ese caos y a esos miedos no ayudaron los rumores que se extendían por toda la cristiandad: el oficiante de aquella misa, el Papa Silvestre II, no era sino un nigromante sospechoso en toda Europa de haber aprendido magia y artes diabólicas durante su juventud. Silvestre ofició la misa de Año Nuevo, la noche del 31 de diciembre se convirtió en la mañana del 1 de enero, y no pasó nada. Ni Juicio Final, ni aparición del anticristo ni fin del mundo.
Silvestre II, papa 139º de la Iglesia, era Gerberto de Aurillac y había nacido en Francia, en la región de Aquitania, a mediados del siglo X. Apasionado estudioso desde que entró en el monasterio benedictino de San Geraldo de Aurillac cuando tenía apenas 15 años, prácticamente toda su vida la dedicó al estudio de las distintas ciencias. Allí aprendió las artes liberales, estudió a los clásicos grecolatinos y conoció de primera mano el enorme retraso cultural y científico que vivía la Europa cristiana en comparación con Al Andalus y el Dar al Islam.
Gerberto de aurillac como maestro junto a sus alumnos (Codex Manesse de la biblioteca de la Universidad de Heidelberg, siglo XIV)
Por eso, cuando recibió la visita y la invitación del conde Borrel II de Barcelona, no lo dudó y dejó atrás Francia para viajar con el noble catalán hasta el monasterio de Santa María de Ripoll de Gerona en el año 967. Algunos autores como Salma Khadra Jayyusi en The Legacy of Muslim Spain defienden que Gerberto fue educado “among the arabs of Toledo” (sin citar la procedencia de esta información), y quizá este error sea un buen ejemplo de esa fama mágica que durante siglos ha acompañado siempre tanto a la ciudad de Toledo como a este personaje. Gerberto de Aurillac nunca pisó Al Andalus, pero tampoco le hizo falta. A esas alturas de finales del siglo X la ciencia andalusí ya había traspasado fronteras y había sido aceptada como superior por los monjes del monasterio de Ripoll y tantos otros de Europa. Y de entre todas las adopciones que los monjes -transmisores fundamentales del conocimiento andalusí, islámico y clásico- hicieron de la ciencia musulmana, una tuvo que llevarse a cabo por aquellos mismos años finales del siglo X: la adopción de la numeración arábiga.
La primera muestra que tenemos de la adopción de los números indo-arábigos en la Europa cristiana es un códice en la Laurentina del año 976, La Crónica Albendense o Codex Vigilanus, procedente del monasterio de Albelda y nombrado en honor de Vigila, el monje que anotó en los márgenes a qué se debían aquellos raros símbolos procedentes de la India.
Codex Vigilianus (Real Academia de la Historia, siglo X)
Por entonces aún eran sólo nueve, pues el 0 se desconocía. Pero el Codex es sólo la primera muestra escrita que conocemos de los números arábigos, pues su aceptación y difusión era ya un hecho algunos años antes: en el 969, siete años antes de que Vigila escribiese en los márgenes del Codex su explicación, Gerberto estaba ya en Roma al servicio del Papa Juan XIII y del emperador Otón I, ejerciendo como tutor y maestro de su hijo. El futuro Otón II quizá fue el primer alumno que escucho de las artes mágicas y diabólicas que el futuro Silvestre II se había traído de la frontera de Al Andalus…
La revolución que supuso la introducción del numeral indo-arábigo fue impresionante. Y Gerberto no dejó de fomentar su aceptación en la cuna de la numeración romana. Gerberto no era sólo un teórico, sino también un hombre práctico. Gracias a sus conocimientos fabricó instrumentos científicos como el reloj pendular, e introdujo algunos cambios en la fabricación de instrumentos musicales como la posibilidad de alimentar un órgano por la presión del agua. Lógicamente sus trabajos fueron difundidos más allá de Roma, y la familia imperial lo retuvo como tutor de sus hijos a la vez que le fue abriendo puertas para escalar en la Curia. Mientras que para la mayor parte de los europeos Gerberto no era más que un mago que recibía la inspiración del mismísimo demonio por las cosas que hacía, quienes lo conocían y se aprovecharon de sus conocimientos científicos no veían en él ni en su hacer científico ningún poso diabólico ni nigromántico.
Sus intentos por afianzar a nivel administrativo y curial el sistema numeral indo-arábigo en sustitución de la numeración romana se redoblaron en el año 999 cuando fue elegido Papa, aunque fracasó en sus intentos. Pero la ciencia andalusí y oriental no eran sólo los números arábigos, sino también otros avances que aún hoy Europa le sigue debiendo. Como receptora de corrientes científicas orientales, no sólo hindúes y vinculadas con las matemáticas sino también tecnológicas, durante el califato Omeya se estableció en la península la primera fábrica de papel en Játiva, incorporando la tecnología desarrollada en China llegada a la península por viajeros andalusíes. Probablemente los árabes aprendieron cómo fabricarlo gracias a prisioneros chinos de la batalla de Talas del año 751, y esta nueva manufactura se extendió por las llanuras de Asia, por el Califato y llegó a Al Andalus poco después.
Játiva se convirtió en el centro de fabricación de papel principal para Europa, especialmente a partir del siglo XIII cuando los Cruzados conquistaron Valencia. Y entonces, ya sí, gracias a la popularización del papel también comenzaron a popularizarse los números arábigos. Pero también a crecer la burocracia y el papeleo, esa cosa TAN española y que nos define casi mejor que cualquier otro aspecto. Sin duda gracias a estas fábricas España fue el primer país europeo en emplear el papel para registrar y preservar las acciones de gobierno estatal y locales, pero también uno de los primeros en burocratizarse hasta llegar, siglos después, a dar fama de «rey papelero» a uno de los monarcas más conocidos de la historia de España, Felipe II.
Otro significativo avance conectado con Gerberto y las matemáticas islámicas fueron sus estudios sobre el cálculo y la introducción del ábaco.
Margarita Philosophica de Gregor Reish, 1503. La aritmética instruyendo a un algorista y a un abacista representados como Boecio y Piitágoras
Ciertamente este instrumento ya se usaba desde época griega y romana, pero en al Andalus se había simplificado su uso hasta hacerlo mucho más lógico, simple y manejable, pues los algoritmos y el álgebra en los cálculos se habían simplificado también. De hecho, la palabra algoritmo deriva del nombre del matemático árabe al-Khwarizmi (Al-Juarismo en castellano), pionero en el empleo de los números indo-arábigos. Y gracias a sus estudios de cálculo fue naciendo lo que él llamó al-jabr y hoy llamamos álgebra. Sus conocimientos llegaron a Al Andalus y de ahí se transmitieron por Europa.
Silvestre II fue un transmisor de la ciencia andalusí y oriental, pero desafortunadamente hoy sólo es recordado como el papa del apocalipsis, de los miedos del milenarismo y de las leyendas que lo vinculaban con la magia negra. Porque siempre tuvo en vida más enemigos que amigos, y más detractores que protectores. La elección de un Papa se puede explicar de una forma simbólica y otra…no tanto. La simbólica es aquella que cuenta cómo durante el cónclave una paloma, el Espíritu Santo, desciende por la chimenea de la cámara donde se reúnen los cardenales y se postula por el elegido. El otro es el que acerca esta elección a cualquier otra negociación política como la de un emperador, y que básicamente consiste en acuerdos, sobornos, pactos entre facciones de las cuales una consigue aupar a uno de los suyos mientras la otra sale derrotada. Y Gerberto, ya con la paloma sobre su cabeza, se impuso con el apoyo imperial a una facción cardenalicia contraria que desde ese momento desencadenó una brutal campaña de descrédito y de desprestigio contra el nuevo pontífice. Las sospechas sobre cómo su ascenso había contado con la intervención de Satanás, sobre hasta qué punto sus conocimientos escondían claras prácticas de magia negra, se volvieron vox populi por toda Roma y la Europa cristiana. Así se entiende la conjura que lo desbancó aprovechando esos miedos y que puso fin a su pontificado tan sólo 4 años después de haber sido elegido. Silvestre murió en 1003, sin haber conseguido introducir el nuevo sistema numérico, y tuvieron que pasar siglos hasta que fuese aceptado y con él se simplificasen los cálculos. Su fama le acompañó incluso después de muerto. Enterrado en la basílica romana de San Giovanni in Laterano, en 1648 y por voluntad de Inocencio X se procedió a la exhumación del cadáver que, tras haberse mantenido intacto e incorrupto durante más de 6 siglos, repentinamente se convirtió en polvo y se disolvió en el aire.
Silvestre II y el diablo del códice Chronicon pontificum et imperatorum, folio 216v (Biblioteca de la Universidad de Heidelberg, siglo XV)
La muerte de Silvestre II coincidió con el inicio del periodo de mayor esplendor científico toledano de toda su historia, el siglo XI. Para entonces, la fractura y la distancia cultural entre la Europa Cristiana y Dar al Islam era abismal. Al norte, todos los estudios que el orbe islámico llevaba a cabo con normalidad, eran prácticamente considerados magia, pues resultaban inalcanzables. Magia era que el toledano Abu Ishaq Ibrahim ibn Yahya al-Naqqash al-Zarqali, Azarquiel, hubiese perfeccionado un astrolabio y, con ello, ampliado el conocimiento del universo, esbozado un primer mapa de la luna y asegurado rutas comerciales y de peregrinación. Magia era el desarrollo de la ingeniería y poder contar en el río con unas clepsidras o relojes de agua únicos en el mundo “por medio del cual supieran las gentes qué hora del día o de la noche era, y pudiendo calcular el día de la luna», como relataba fascinado Muhammad ben Abu Bakr al-Zuhri en su Libro de Geografía escrito en el siglo XII. Magia era la posibilidad de curar con medicamentos simples elaborados con cientos de raíces, semillas y frutos que circulaban desde China hasta Garb al-Andalus (el actual Portugal) gracias a médicos y botánicos toledanos como Ibn Bassal o Ibn Wafid, que hicieron de la Umrah debida a todo musulmán no sólo un viaje de espiritualidad, sino de investigación científica. Magia eran las enormes posibilidades prácticas derivadas de la aplicación del conocimiento de la geometría, el álgebra o la trigonometría, ya fuese de cara a la ingeniería o al aprendizaje diletante, como los famosos cuadrados mágicos que el toledano Abu Ishaq Ibrahim ibn al-Mayid popularizó, y que hoy viven una segunda vida en occidente bajo el nombre de sudokus. Magia no era más que lo que no se conocía, lo inalcanzable a las manos de la Europa cristiana y que pertenecía a ese mundo infiel, maléfico, impío, oculto y lejano que era Al Andalus. Magia era comenzar por el estudio de las artes liberales, heredadas de la Antigüedad clásica, para continuar avanzando por todos esos campos del conocimiento que hoy conocemos ya como ciencia.
Es ahí, en esos siglos de desconexión entre la Europa del norte y la del sur más occidental, cuando la fama mágica de Toledo comienza a popularizarse. Prácticamente a la vez que Tulaytulá pasaba a manos de Alfonso VI en el año 1085, y con ella todo el caudal de conocimiento griego, romano, oriental e islámico que había heredado de sus cuatro siglos de historia andalusí. Tulaytulá no era Burgos, ni París o Venecia, sino Damasco, Córdoba o El Cairo. Aquí convivían por interés y por necesidad 3 religiones distintas, no 3 culturas, de las que los nuevos reyes cristianos entendieron que debían sacar partido. Y fue desde entonces cuando lo oculto dejó de estarlo, cuando lo inaccesible dejó de serlo, cuando Tulaytulá cambió su nombre para empezar a ser Toledo, cuando ese caudal «mágico» comenzó a difundirse por Europa para convertirse en la ciencia que dio origen a la revolución científica de los siglos posteriores.
Toledo se convirtió en la transmisora de este conocimiento gracias a la constante labor de mecenazgo de algunos reyes y arzobispos, pero sobre todo al contexto cultural, lingüístico, social de una ciudad en la que las lenguas y las culturas superaban en variedad a cualquier otra de Europa. Donde antes no llegaban eruditos europeos interesados en esa «magia», comenzaron a asentarse italianos, ingleses y franceses para estudiar -y no sólo traducir- junto a sus colegas musulmanes y judíos toledanos los distintos saberes que Al Andalus había mantenido, ampliado e interiorizado como propios. Desde aquí algunos de aquellos estudiosos como Gerardo de Cremona, Adelardo de Bath o Robert de Chester, recuperaron tratados básicos de astronomía y geografía como el Almagesto de Ptolomeo, de medicina como los de Ibn Sina o Avicena o los trabajos de al-Khwarizmi, ayudando a la introducción de ramas matemáticas como el álgebra en Europa, el mismo saber por el que Silvestre II había sido acusado de brujo y de nigromante. La influencia de Adelardo en los estudios sobre geometría fue mucho mayor que en los de astronomía en los que también tomó partido, pues las Tablas de al-Khwarizmi fueron pronto eclipsadas por las de Toledo, desarrolladas por Azarquiel y extendidas siglos después durante lo que hoy conocemos como la Escuela de Traductores toledana, gracias a la traducción de Gerardo de Cremona, así como otros textos sobre la fabricación y el uso del astrolabio y sobre astrología también salidos de Toledo se volvieron mucho más populares. Toledo era el centro del mundo, el lugar desde donde se medían las distancias entre la tierra y el cielo, de donde salían incesantemente traducidos al latín y al castellano tratados científicos listos para su incorporación a la cultura europea. Las tablas de Azarquiel que dieron origen a las Tablas toledanas o alfonsíes, incluso contando con errores que no serían desterrados hasta tiempo después como la posición central del sol -y no de la tierra- en el sistema solar, fueron las que empleó Copérnico 4 siglos después de su creación para desterrar definitivamente ese error y abrir un nuevo capítulo para la ciencia mundial con sus teorías heliocéntricas.
Manuscrito del Ars Rethorica de Aristoteles (Biblioteca de la Catedral de Toledo, siglo XIII)
La magia se volvió ciencia a ojos de quienes la practicaban en Europa, pero la fama de Toledo como cuna y refugio de nigromantes ya nunca nos abandonó. El mito del ars toletana se fue codificando en Europa y alejando del conocimiento de Toledo y de Castilla, donde los ecos de esos prejuicios y esos miedos ni se conocían ni se supieron hasta bien avanzada la Edad Media, cuando algunos cronistas comenzaron a incorporar a la ya de por sí legendaria historia de Toledo aquellas creencias que se habían difundido por Europa en romances y cantares. Entonces aquella historia de Tulaytulá, de Toledo, comenzó a vincularse con la noche, cuando en realidad y como cualquier investigación o estudio, la luz del día o de las velas era fundamental.
Toledo, la heredera de Tulaytulá, nunca supo de esa fama que se le atribuía y hoy se le atribuye a nivel mediático. Por toda Europa se hablaba de espacios, aulas, escuelas y hasta universidades de nigromancia en Toledo durante los siglos XII y XIII, en los que se cultivaban las ciencias ocultas, las artes adivinatorias y la brujería. Estos mitos arraigaron fácilmente en el imaginario colectivo europeo gracias a una realidad física de la ciudad: las innumerables cuevas subterráneas que existen bajo el suelo y que vinculaban estos espacios, además, con las leyendas de Hércules y su prestigio como mago. Corría la idea por la Europa del siglo XIII que «Los escolares van a París a estudiar artes liberales, a Bolonia los códigos, a Salerno los medicamentos, a Toledo los diablos… y a ninguna parte las buenas costumbres». Diablos eran para el monje cisterciense francés Helinando, autor de la frase, los conocimientos y saberes heredados y mantenidos de nuestro pasado andalusí, ya fuesen o no íntimamente relacionados con el islam, pues entre esas diabluras y monstruosidades llegaba a incluir al propio Aristóteles. Y así, esa creencia terminó de cerrar el círculo dando forma al ars toletana.
Las artes que se enseñaban en Toledo, que no eran más que las heredadas de al Andalus y traducidas aquí, eran diabólicas y requerían para su conocimiento y práctica de ritos iniciáticos de invocación demoníaca. Una golosina para los actuales idólatras de los templarios, que hoy ven realizados sus sueños combinando tradiciones y mitos mientras pasean por un Toledo mucho menos mágico y mucho menos templario de lo que creen. Ritos iniciáticos, apariciones del demonio, sucesos paranormales, personajes inventados y anónimos a los que se atribuyen conjuros, viajes, adoctrinamientos, acciones de todo tiempo, etc., comenzaron a asentarse en el imaginario colectivo de los europeos en relación a Toledo. Aquí, mientras tanto, se abría paso la ciencia en su más amplio sentido para que allí arriba comenzase a ser conocida, estudiada y difundida durante los restantes siglos de la Edad Media. Incluso en la Edad Moderna, autores de fama y relevancia como Rabelais seguían hablando de los brujos toledanos como el célebre Picatrix, «reverendo padre en diabluras, rector de la Facultad Diabólica de Toledo», sin conocer que tras esa fama de nigromante se escondía el madrileño Maslama al-Mayriti y toda una vida dedicada al estudio de las matemáticas y de la astronomía, cuya figura lentamente algunos intentamos poner en valor en un Madrid que acusa un mal de memoria débil y selectiva.
No sabemos si los toledanos del año 999 sufrieron del mismo modo la psicosis del milenarismo desatada en Europa y alimentada por la elección del diabólico Papa Silvestre II. Probablemente no, aunque es una opinión personal. Por entonces estaba a punto de terminarse la construcción de nuestro recuerdo más emblemático de aquel Toledo andalusí, la mezquita de Bab al-Mardum o del Cristo de la Luz.
Inscripción fundacional sobre el lateral occidental de la mezquita de Bab al-Mardum o del Cristo de la Luz (Toledo, 999-1000)
Escrito en un complejo y maltratado cúfico a base de ladrillos de barro cocido, la inscripción fundacional recibe a los visitantes en su fachada occidental contándoles algo de su historia original:
“Basmalá [en el nombre de Alá, el clemente, el Misericordioso]. Hizo levantar esta mezquita Ahmad Ibn Hadidi, de su peculio, solicitando la recompensa ultraterrena de Alá por ello. Y se terminó, con el auxilio de Allah, bajo la dirección de Músà ibn’ Ali, el arquitecto, y de Sáàda, concluyéndose en Muharram del año 390”,
fecha que en el calendario cristiano abarcaría del 13/12/999 al 11/1/1000. Así recibieron los toledanos, convencidos de que el mundo no se terminaría, al nuevo milenio. La mezquita y el momento de su construcción son, quizá, el mejor ejemplo de aquella distancia cultural entre el mundo cristiano y el musulmán. Unos mirando al pasado y a los pecados cometidos durante su vida, convencidos de la inminente llegada del juicio final. Los otros, afinando los últimos detalles de una mezquita casi única en el mundo, observando cómo se desfragmentaba el califato Omeya de Córdoba y acariciando su ansiado sueño de volver a depender sólo de sí mismos y no del poder de otra ciudad, ajenos a ese pánico desatado por quienes entendían como magia diabólica lo que en Tulaytulá era, sencillamente, ciencia.
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